domingo, junio 27, 2010

Egeo

Llegué a aquella pequeña isla un día caluroso de verano a mediodía. Recordé un cuento leído en la post adolescencia, imaginé esos paisajes y sus habitantes tres mil años antes, percibí el tiempo de una manera portentosa, como si al pisar esa isla hubiera rozado una piedra que te otorga una conciencia cósmica y reveladora, la vasta e inexistente capa del pasado. Caminé por el pequeño puerto, pregunté por habitaciones y me detuve en un café a beberme una cerveza. La cerveza estaba fría y me pareció milagrosa. Pagué y seguí andando. Un poco más adelante entré en una casa con un letrero que anunciaba en mal inglés que se alquilaban habitaciones baratas. Me gustaba la idea de habitar en un casa y no en una posada para turistas. Toqué, salió una mujer mayor. La conversación fue torpe y no me llevó a nada, salvo a comprender que cerca del puerto era complejo encontrar sitio libre. La mujer me explicó que en el otro lado de la isla las cosas eran más sencillas. Salí, caminé y en el puerto alquilé, en una tienda indescriptible, una moto amarilla. Encendí la moto y comencé a recorrer las carreteras de la isla. Durante mucho rato sentí que la vida tiene instantes sublimes y mi viaje en moto por aquella isla me pareció uno de ellos. Seguí las indicaciones recibidas y llegué, finalmente, a la parte Sureste de la isla. No era exactamente un pueblo, sino un conjunto algo desperdigado de casas unifamiliares. Llegué a una que daba a todo el mar, el Egeo se expandía como un cosmos, como una metáfora brillante del tiempo. Bajé de la moto, toqué un timbre. Abrió un hombre, le pregunté por habitaciones, casi sin contestar me invitó a pasar. Subimos unas escaleras, abrió una puerta y me enseñó la habitación. Unas vistas imponentes y una luz inmensa me hicieron aceptar de inmediato el precio algo elevado. Dejé la mochila y el hombre salió. Miré mucho rato por la ventana. El mar, el mar. Miré mucho rato el agua, sus reflejos. El misterio evidente del mar. Me cambié. Bajé y pregunté por una buena excursión al silencioso dueño. Me indicó torpemente un camino a seguir que daba al faro. Salí. La zona estaba silenciosa, vacía, el calor era fuerte pero yo tenía ganas de entregarme a todo aquello. Seguí un camino paralelo a un acantilado. El mar reventaba abajo y pensé que lo hacía desde el principio de los tiempos, la reflexión me produjo una sensación abstracta de gigantismo, de espacio inabarcable. Aquellas olas reventando cada pocos segundos desde tiempo inmemorial. Seguí caminando. Alcancé el faro. Había sentada una pareja silenciosa. Ambos miraban al frente, no hablaban. No supe si saludar o sentarme algo más separado. Pasé de largo y vi que el faro tenía una puerta de acceso abierta. Entré. Subí las escaleras de caracol. Olía a humedad. Llegué arriba, sorpresivamente, allí había una mujer. Saludé, ella contestó el saludo. Miré de reojo sus piernas, su trasero y dirigí luego la vista al frente. Me quedé absolutamente fascinado con la vista. El mar de nuevo, el mar que nunca es el mismo. La mujer entonces habló, me dijo que aquella era la punta más al sur de la isla, luego contó algo enigmático sobre un hombre que habitaba allí y que estaba obsesionado con transformar el faro en el centro del universo, luego dijo que ya nadie venía al faro porque había mucha gente que creía que daba mala suerte y que incluso había quien quería tirarlo, pero que sin embargo había otros que lo querían proteger porque tenían la extraña teoría de que el faro protegía a la isla del mar, que sino fuera por el faro la isla estaría hace tiempo hundida, enterrada bajo ese mar. Le pregunté que a que vertiente pertenecía ella y me contestó que a ella le daba igual una teoría y otra, que a ella el faro la hacía feliz, que era el único sitio donde era feliz. La mujer aparte de deseable tenía un tono de voz casi hipnótico, amable, dulce. Estuve tentado de ponerme seductor, intentar sacar una cena para esa noche, un paseo nocturno con ella, pero no me dio tiempo, se giró, dijo buenas tardes y se fue. Me quedé en el faro, la vi ir por el mismo camino que había venido yo. Luego volví a mirar el mar. Mucho más tarde volvía a la casa, a mi habitación, toqué el timbre. Me abrió el hombre silencioso, al abrir la puerta vi, en el fondo del pasillo a la mujer del faro. Entré, saludé. El hombre me la presentó y ella actúo como si jamás me hubiera visto. Subí a la habitación. Me duché. Me quedé mirando desde la ventana la caída de la luz. Me vestí, escuché ruidos. Me quedé quieto. Estaban haciendo el amor. Siempre me resulta extraño escuchar los gemidos de una pareja haciendo el amor. Me puse los zapatos y pensé en salir, sin embargo, algo morboso me incitaba a seguir escuchando los gemidos de ella, imaginé sus piernas, su rostro de deseo y placer, un filtro curioso eliminaba los gemidos del hombre, lograba concentrarme sólo en los de ella, algunos segundos después conseguí deshacerme del imán y salí de la habitación. Bajé las escaleras. Salí de nuevo. Encendí al moto y me fui a buscar algún lugar para cenar. Recorrí al azar algunas rutas hasta que llegué a un pueblo en la parte alta de la isla. No daba a la costa y había más movimiento de turistas. Me senté en una terraza, pedí una ensalada y una cerveza. Terminé charlando con una gente que vivía en la isla. bebí con ellos en unos bares peculiares. Mucho rato después me preguntaron donde dormía, contesté. Me dijeron que estaba loco, que esa pareja era complicada, que el era un tipo violento y que ella era extraña, que estaba muy desequilibrada, que mejor dejara aquella habitación al día siguiente y me fuera a su posada. En medio de la borrachera dije que si, sabiendo que no lo haría, había algo allí, en aquella casa que me agradaba y aquellos comentarios me parecieron chismorreos de pueblo. Volví por la carretera oscura, muy borracho. Llegué a la casa. Abrí y toqué, era muy tarde pero no tenía llaves. Me abrió ella. Saludé. Ella fue amable, me preguntó donde había cenado, que si me estaba gustando la isla. Yo estaba bastante más borracho de lo que había sospechado inicialmente y le dije que sobre todo, lo que más me atraía de la isla era ella. Se quedó quieta y sonrió, se giró y dijo buenas noches. Subí rápido. Me tumbé en la cama. Pocos minutos después les volví a escuchar haciendo el amor. Sus gemidos eran algo más altos que los de la tarde. Creo que me quedé dormido. Soñé con un mar que devoraba hierros. Por la mañana sentí un terrible pudor, una verguenza profunda. No quería cruzarme con ella, pero tenía que salir. Bajé. Estaba sólo él. Saludé, no me contestó. Volví a subir, cogí la mochila, guardé todo y volvía a bajar, le pedí la cuenta. Me miró desagradablemente, me dieron ganas de matarle o como poco escupirle. Entró en la cocina y salió un recibo absurdo que acaba de escribir. Metí la mano en la mochila buscando la cartera pero fue en ese momento que lo decidí, saqué la pistola y le metí tres tiros en la frente. Cayó de lleno, en la caída se golpeó con la mesa. Le miré unos segundos. Sentí que le había hecho un favor a la humanidad. Ella entró en ese instante. Me miró aterrorizada desde la puerta. Pasé a su lado, un lágrima recorría su cara. Tuve ganas de besarla. ella salió corriendo hasta su marido muerto. Yo salí, encendí l moto y volví al puerto. Dejé la moto, pagué el alquiler y me monté en el primer ferry a Atenas. En el Pireo hacía un calor del infierno, allí me encontré con Vladimir. Las cosas han empeorado desde entonces.

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