viernes, septiembre 02, 2011

En una ciudad nueva

 Cogió la moto y la manejó por los alrededores de su casa. Le sorprendía el silencio y el vacío de su nuevo barrio. Desubicado en la ciudad, sin apenas tener aún consciencia de las dimensiones y de las distancias, intuía que el centro estaba lejos y que seguramente allí, el ambiente era mas encendido. Anochecía muy despacio, a un ritmo que a él,  acostumbrado a la constante rítmica de los atardeceres del trópico, se le hacía irreal, como si fuera imposible esa velocidad en un atardecer, ese tempo; y le potenciaba esa inmensa sensación de un letargo curioso, un letargo comprimido, un letargo casi visual. Internamente no había decidido si prefería que ya fuera de noche o que el día, esa forma de agonía en la que se había convertido el día, durara un poco más. En cualquier redujo la velocidad de la moto hasta desplazarse levemente, distancias inapreciables, casi torpes. Le gustaba acoplarse a la velocidad de ese atardecer de verano, esa laxitud y ese vacío alrededor. El asfalto soltaba el calor acumulado del día. Le gustaba imaginar que todo el barrio, ese barrio recién construido, estaba deshabitado o habitado por personas sumidas en el silencio. La moto emitía un sonido peculiar en el motor. Un sonido de garganta congestionada, grave, mecánico. Se detuvo en un cajero, apagó el motor de la moto y se acercó. Un tipo pasó a su lado corriendo y sintió el vértigo urbano, el miedo a un atraco. El tipo era un corredor veloz, atleta de asfalto sin más carrera que la de él contra el mundo. Cuando fue a meter la tarjeta en el cajero, un aviso le comunicaba que el cajero estaba fuera de servicio. Insultó a alguien, al director de esa sucursal, al director de ese banco, al sistema, a la sociedad, al ser humano en abstracto, un individuo terrible sin forma precisa. Se dio la vuelta y encima de la moto vio a tres chicos, eran jovenes, llevaban bermudas de cuadros y unas camisetas de colores saltones con dibujos terribles. Uno de ellos estaba sentado en la moto y le miraba. Supo entonces que las cosas se habían complicado o que había salido elegido en una lotería de la que no era consciente de haber comprado ningún billete. Se fue acercando. Sintió el temor e un atraco del trópico, aunque había oído que en esta ciudad, en este país, los atracos no eran tan extremos. Se acercó, le hablaron pero el no entendió, siguió acercándose. A medio metro, cuando ellos sonreían, lanzó su mano contra el estomago del que estaba sentado en la moto, los otros dos quisieron reaccionar, pero él, aunque grande y obeso si muy habilidoso, soltó una patada precisa al estómago de uno de ellos; el otro, ante la perspectiva salió corriendo. El que estaba sentado en la moto había caído al suelo y se retorcía, gimiendo como si hubiera algo atrapado en su estómago. Le golpeó dos veces seguidas con la punta del zapato y sin gritos le preguntó su nombre. No contestó. El otro se quedó quieto, como sospechando que algún movimiento le otorgaría una patada extra que no necesitaba. Arrancó la moto y avanzó unos metros Miró a los lados y comenzó la persecución del tercero. Dos manzanas después lo vió pasar corriendo, aceleró y se puso a medio metro de él, haciéndole correr más fuerte pero sabiendo de antemano que cuando quisiera lo tenía atrapado. Mientras corría, el chico grito algo, una súplica que no entendió del todo. Se acercó y lo derribó, el otro rodó medio metro por el asfalto. Lo dejó así. Siguió avanzando, nuevamente, despacio. Algunos metros después, quizá dos manzanas, quizá tres, vio a una chica cruzar un paso de cebra, se detuvo, la miró pasar. Le hubiera gustado ser valiente, invitarla a tomar algo, pero simplemente se quedó mirándola pasar, el tiempo, de nuevo, era lento. Subió a casa, su nueva casa, sin muebles, sin televisor, sólo algunos libros. Se tumbó en el sofá, abrió el de Moby Dick y siguió leyendo.

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