martes, septiembre 13, 2011

Fiesta

 Se ponía el Sol. Es un acto diario y emocionante. El Sol se pone y es diario, es rutina, pero es hermoso y extraño, un acontecimiento olvidable por fugaz, porque siempre olvidamos hasta los atardeceres más brutales, pero yo lo disfruto, aunque hay tantos, tantos miles, que lo juzgan y lo denostan, pero el Sol yendose, sobre todo en septiembre, es emocionante. Y era septiembre y se iba el sol y se percibía la ciudad en movimiento, ese ritmo vivo y alegre, pero alejado del ritmo vertiginoso de la semana. Yo desconocía esa zona de la ciudad, llegamos allí en coche. A veces tu ciudad se vuelve nueva, distinta y te desconcierta porque todo parece la misma ciudad, pero otra. Son calles por las que no has pasado o pasaste hace años y de repente la ciudad parece otra ciudad, como cuando te descubres una mancha en la piel o las primeras canas, que ya todo es, de repente, otra cosa, eres tú, es la ciudad pero se percibe de otra forma. Las calles eran arboladas, de edificios muy bajos y casas hermosas, esas casas caras que son discretas y hermosas, las casas de la clase alta de verdad, la que no se exhibe porque siempre estuvo ahí, la que no demuestra sino que permanece inaccesible e invisible porque en el fondo, son los que, de verdad, manejan el cotarro.

 Era una fiesta o una reunión. No había mucha gente. Quince, no llegaba a veinte. Sonaba música agradable, hermosa pero discreta, sutil, como las casas de esa calle, como la misma casa donde estábamos. Música inaccesible y escuchada por unos pocos. Había unas cuantas hamacas blancas en un jardín con desparpajo, liberado de la hostilidad de ciertos jardineros, ligero, un jardín que casi es salvaje pero meditádamente colocado. Un caos dirigido. Me dieron alcohol. Ginebra con tónica y limón. El hielo era casi picado, pero había formas. Me presentaron a algunos. Saludé distanciado, callado. Escuché conversaciones sobre viajes o sobre deportes desconocidos, aventuras de madrugada en carreteras secundarias que terminan en fincas donde se dan fiestas imposibles o sobre rodajes de una pieza visual. Escuché y me bebí un segundo gin tonic. Me aparté de la reunión. Recorrí el jardín. Vi las cristaleras que daban a un salón, unos sofás blancos bajos, preciosos. Tras los cristales no había nadie. Estaba el salón iluminado de un modo que parecía la esencia de la estética. Me acerqué para ver desde ese lado la decoración de ese salón bien iluminado. Aparte de los sofás distinguí una mesa baja y un par de cuadros abstractos que eran inmensos y poderosos. Seguí recorriendo el jardín, al fondo un árbol estaba iluminado desde abajo, produciendo esas formas de sombra desconcertantes poéticas que da la luz artificial proyectada sobre las cosas naturales. Me acerqué al árbol. Lo trepé. Pensé alcanzar la copa alta y torpemente ascendí por el tronco. El primer tramo fue el más difícil, el segundo, ya metido entre ramas, ascendí con habilidad. Arriba, lograba ver, desde la distancia y la altura, la reunión. Me quedé observando a mi novia con sus amigos, esa gente con la que habíamos ido y esos otros que estaban allí, con una copa de vino en la mano, ajena al mundo, tan distante de mi verdadera vida. La vi mucho rato hasta que comprendí que empezaba a preguntar por mi, que miraba con cierta preocupación contenida hacia los lados, tratando de encontrarme mientras me buscaba. Supe, entonces, que no bajaría del árbol, que esperaría toda la noche allí, que dormiría incluso en el árbol hasta que la fiesta se deshiciera y ella, desconcertada se fuera a casa en el coche que nos habían traido. Y así fue. La fiesta se fue diluyendo. Se fueron. La vi despedirse extrañada, disculpándose y disculpándome. Se quedaron dos chicos tumbados en la hamaca, les amaneció. Se quedaron dormidos. Entonces bajé y me fui a casa en metro. El metro más cercano estaba realmente lejos.

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