domingo, agosto 19, 2012

Helter Skelter

 Trabajaba cobrando la entrada en una atracción peculiar en una feria desganada que montaron a finales de verano en el extremo occidental del paseo marítimo. La feria era desconcertante porque por esa zona alejada del paseo pasaba muy poca gente y la playa estaba casi siempre vacía y la feria resultaba evidente que era poco rentable. Contaba con unos coches de choque, una pequeña noria para niños, una especia de martillo donde la gente, aunque posiblemente nunca se subió nadie, se sentaba a ser balanceada absurdamente y una especie de vertiginoso tobogán que en Inglaterra llamaban Helter Skelter, o que Emma me dijo que llamaban Helter Skelter, y que inspiró una de las canciones más frenéticas de los Beatles: él trabajaba ahí, en la Helter Skelter, cobrando y encargándose del mantenimiento que jamás debió hacer o que yo sospecho. ahora, hoy, que jamás debió de hacer. En general en la pequeña feria no había nadie y menos aún en la Helter Skelter, pero cuando lo hice descendí con nerviosismo mientras creí entender la nerviosa canción de los Beatles. Descender la Helter Skelter fue comprender de golpe Helter Skelter de los Beatles. Eso pensé al llegar abajo; y se me había subido sola a la Helter Skelter era porque el día anterior me había enterado del nombre de la atracción y de la existencia de la canción de los Beatles y me había pasado toda la madrugada escuchándola con audífonos, mirando desde el apartamento de verano que habían alquilado mis padres, la playa vacía de madrugada, algún punto luminoso en la lejanía marina, barcos vertiginosos en la nada acuática; y mientras la escuchaba me imaginaba descendiendo sola por ese tobogán desconcertante y raro. Por eso cuando amaneció decidí que aquella noche iría a la feria a bajar por la Helter Skelter. La historia me la contó Emma mientras paseábamos por el paseo marítimo y caímos en cuenta que nos quedaba casi la mitad de las vacaciones por delante y al llegar allí, al extremo vacío del paseo, Emma miró la feria y sonrió confesando que le resultaba absurda esa feria ahí y fue cuando me contó que su padre, fanático de los Beatles, se había subido a ese tobogán surreal un par de días antes en homenaje a su grupo favorito. Entonces conocí el nombre de la atracción y la canción.

 Cuando descendí por la Helter Skelter grité y mi grito me pareció semejante al arranque de la canción. Ese riff desquiciado de guitarra, esa vértigo, esa voz enterrada bajo la distorsión. Llegué abajo bastante más rápido de lo que sospechaba y caminé hasta el suelo como si todo hubiera sido irreal, como si la Helter Skelter fuera parte de algo que jamás había sucedido. Me acerqué hasta la taquilla con la intención de comprar otro ticket para otro descenso o quizá sacarme un bono de cinco descensos que salía considerablemente más barato. Él estaba detrás, contando monedas con desgana, como si el dinero fuera una parte molesta de su trabajo. Levantó la vista y con una sonrisa distante me preguntó que si me había gustado el descenso, le contesté que no sabría contestarle porque había sido muy rápido y porque inevitablemente pensaba más en la canción de los Beatles que en el propio descenso. Él sonrió de nuevo, como si escuchar eso fuera parte de su trabajo y me aclaró que en realidad había cierta confusión con el termino y que creía que los hispanohablantes habían formado algo parecido a una fábula o una leyenda con respecto al Helter Skelter y como el mismo Charles Manson también había aportado confusión al termino. También me confesó cierta indignación con el hecho de que todo el mundo relacionara la atracción con los Beatles y esa forma certera de hablar me produjo algo de vergüenza, de repente me sentí vulgar o arquetípica y de un plumazo se me quitaron las ganas de volver a descender el peculiar tobogán. Me quedé unos segundos en silencio y él siguió contando monedas, con monotonía y me di cuenta que no había muchas y que seguramente esa atracción y la feria al completo eran un negocio fracasado que no sobreviviría a ese verano. Me volvió a mirar y me dijo que me invitaba al siguiente descenso y le contesté que de ninguna de las maneras aceptaría no pagar:

.- Ya nadie espera volverse rico con la Helter Skelter, ni siquiera el osado de su dueño que ya ni se debe acordar que el cacharro anda dando vueltas por ferias del litoral de todo el país. Sube y desciende y si te apetece pongo la canción de los Beatles a todo volumen para que las escuchas mientras bajas y contribuimos todos a la confusión y al engaño- y entonces soltó una carcajada suave.

 Y de repente el riff de guitarra reventó en toda la feria y se prolongó por el paseo marítimo, quizá hasta la zona donde había más bullicio y más helados y más ruido. Y mientras subía por las escaleras y las luces de la atracción se iluminaban y ejecutaban una animación que parecía venir de otra época, me di cuenta que en realidad esa canción de los Beatles no parecía de los Beatles, aunque yo no conocía muy bien a los Beatles; pero me parecía que la canción era de otros, de un grupo lejano que nadie, jamás, había conocido.  Me lancé con los ojos cerrados y llegué abajo y me sentí contenta y pensaba que era desconcertante sentirse contenta por haberse lanzado por un largo tobogán, pero me sentía muy contenta, en un estado de laxa diversión. Él esperaba abajo, como si fuera un controlador aéreo dirigiendo aviones desde su torre. Le agradecí con cierta euforia la experiencia de descender por la Helter Skelter escuchando Helter Skelter y le propuse invitarle a un refresco o a un helado a cambio y aceptó, pero me dijo que la feria no se cerraba hasta pasada la medianoche y que luego tenía que recoger y que quizá a mi me aburriría esperarle. No supe que contestar. Pensé en comprarme muchos tickets y esperar lanzándome una y otra vez en esa feria vacía, pero me pareció disparatado. Y finalmente lo que pasó es que me quedé con él allí, cada uno a un lado de la ventanilla de la taquilla. Él me contaba el itinerario que había seguido ese verano con la feria, el poco éxito que habían tenido en cada uno de los pueblos que habían estado, me contó como se había lanzado el padre de Emma y la relación que tenía con los empleados de las otras atracciones. Yo le dije que desconocía donde ponían la feria en otros pueblos, pero que en este lo habían puesto en la peor zona del paseo y que nadie llegaba nunca hasta allí, que esa era la peor zona de playa y que las casas quedaban lejos y él me dijo que ese era el lugar donde había dado permiso el ayuntamiento y que a las autoridades cada vez les interesaban menos esas ferias ambulantes y que con toda probabilidad terminarían desapareciendo. La confesión me resultó descorazonadora y me hundió en una forma que desconocía de nostalgia, y le pregunté que haría cuando todo se fuera al traste. Me miró y me dijo que él no temía los finales, que lo que temía era la agonía y que en realidad ya estaban sumidos en la agonía y que no estaba resultando tan terrible. Cuando me di cuenta era la noche absoluta, la noche de verano sobre el pueblo, sobre el paseo, sobre la feria. Las luces de las atracciones se iluminaban intermitentemente y su cadencia era melancólica, como si esas luces fueran conscientes de estar anunciando una forma de final, el final de esa forma de vida. Como si supieran de la inutilidad de estar parpadeando a la nada, a esa zona silenciosa y vacía del paseo marítimo y a esas personas que no pasaban. Entonces vimos dos parejas subirse en los coches de choque, sonó música y ruido y un locutor anunciando el arranque y las normas de seguridad, se chocaron sin fuerza algunas veces y se quedaron unos segundos quietos cuando se paró la máquina. Los cuatro en sus coches de choque, bajo el silencio de la atracción. Se pusieron en píe y se fueron por el paseo marítimo adelante. entonces él me miró y me dijo que ya era la hora de cerrar y todo sucedió mucho más rápido de lo que yo creía: cerrar las atracciones era un asunto sumamente veloz. Todo quedo a oscuras y quieto, como si jamás fuera a funcionar.

 Caminamos un buen rato por el paseo marítimo que a esa hora ya estaba prácticamente vacío. Me cogió la mano, algunos pasos después me pasó el brazo por el hombro, media hora después hicimos el amor en la arena de la playa, con ánimo y con cierto frenesí, como si en cierta manera recreáramos Helter Skelter. Luego volvimos a caminar por el paseo, el pueblo parecía, de repente, deshabitado, el reflejo de lo que sería en noviembre o en febrero, cuando no quedáramos ninguno de los veraneantes, cuando todo se sucediera en la realidad autentica de este pueblo. Me abrazó para despedirse y supe que aquello era, posiblemente, la mayor despedida a la que me había enfrentado en mi vida. Al día siguiente cuando me acerqué hasta el final del paseo Marítimo no quedaban restos de la feria. Los imaginé viajando por carretera, en dirección de otro pueblo donde también sería ignorada la feria.

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