martes, febrero 09, 2021

Los rostros difusos

A las 6:50 se despertaba. Le gustaba tomar esos 10 minutos de delantera a la vida. Una ventaja, pensaba, que le daba un margen extraordinario en el día a día. Quizá era así, o no. Nunca sabemos si las decisiones que tomamos son del todo las correctas o no. Puedes proyectar o presuponer un presente distinto de haber tomado otras decisiones y otros hábitos, pero ¿quién puede descifrarlo? A las 6:55 solía estar tomando café. En general, a esa hora, como en muchos otros momentos del día, pensaba en la posibildiad de tener otro tipo de piel. No de color o de rugosidad, sino de textura. Una piel de corteza de árbol, o del tacto de la hierba. Una piel que no fuera la piel humana. Una piel distinta. Y mientras sorbía el café pensaba en esa posibilidad abstracta, extraña. En ese rato del café imaginaba otras pieles para su piel. Una piel como el tacto de los pétalos de un flor, una piel de llanta, una piel de otro animal, unos poros distintos, unos poros como medusas, modulables. Entonces miraba el reloj y comprendia que el día se hacía fuerte y comenzaba a vestirse. Salía rápido, miraba por última vez a la niña en la cama y salía a la calle. El camino hasta el tren era largo. Atravesaba la calle ancha, donde las naves de neumáticos y avanzaba pensando en el dinero. Iba haciendo cuentas, restando mucho y sumando poco. Al cruzar por la pasarela de la autovía predecía cuanto iba a durar el trayecto en tren según la cantidad de tráfico. A veces se quedaba con ganas de escupir, como último acto vivo de la infancia. Desde la pasarela a la estación el trayecto ya lo hacía en calles más pobladas, aquello le reconfortaba. Al pasar el ticket siempre pensaba en la niña, miraba la hora y pensaba en llamar al fijo para despertarla ya, pero esperaba un poco más. Siempre temía, aunque nunca hubiera pasado, que el tren se quedara detenido en el tramo que no tenía cobertura. Sentía que en el momento que entraba al andén, el día, siempre, cambiaba de ritmo. El tren aparecía en la estación. En el vagón, a veces, conocía las caras de los otros pasajeros. Gente con mismos horarios, que compartian un fragmento de la ruta diaria. No se hablaban, no se saludaban, pero si algún dia una cara no estaba, llegaba, incluso, a preocuparse. Un tiempo dejó de ver la cara de J, la inicial las ponía ella al azar. J nunca más volvió en ese tren. Había miles de posibilidades en esa desaparición. Posibilidades buenas, posibilidades malas, posibilidades sin más. Las primeras semanas cada vez que entraba en el vagón pensaba en J. Llegó incluso a recorrer el tren, pensando que J, quizá, en un cambio de habitos, ahora iba en otro vagón. Pero pasadas las semanas J se fue diluyendo. Seguían los rostros de B, de L, de U. Seguían sin saludarse, seguáin compartiendo veinte, treinta o cuarnte minutos de día, pero no se miraban o se miraban borrandose. Rostros difusos en la memoria, rasgos que quedarán diluidos en menos de una decada. Una de esas caras que años después te cruzas en un punto lejano y piensas: "¿Quién era éste? ¿De qué conozco yo a esta persona? Me suena esa cara" y eso mismo les sucedería con el rostro de ella a B, a L o U, o incluso, le sucedería a J el desparecido, en ese presente desconocido, en ese lugar indescifrable que le sacó de la rutina de ese tren diario. J habría ido diluyendo como pinturas bajo el agua, sus rasgos, la forma de su barbilla, el orden de la cara. Esas miradas que no retuvieron su cara.  Esas miradas que no enfocaron lo cercano, lo diario. El tren avanzaba constante, repitiendo su ruta, porque eso es lo único que puede hacer el tren, repetir su ruta, repetirla exactamente. Dificilmente nosotros repetimos nuestros pasos, no pisamos el camino exactamente igual que el día anterior. Aquí un paso, allí otro, ayer fuiste por la otra acera o unos centimetros más allá. El tren no, el tren se repite, se persigue constantemente. Miraba el reloj, entonces ya sí, entones llamaba a la casa para despertar a la niña, y con voz muy bajaba, cuando la niña atendía al otro lado, le decía: vamos, cariño, es hora de prepararte para ir al colegio. Le mandaba un beso sonoro, pero muy suave, por el auricular y se despedía, el día, de nuevo, cambiaba de ritmo. El tren entraba por los barrios del sur, el bullicio y la masa de gente en activo, el orden social en ebullición. "Somos tantos" pensaba "sorprende que no estemos permanentemente en guerra" y el tren se llenaba de cuerpos, de prisas, de movimiento. Miraba el reloj y pensaba que la niña en ese instante estaría saliendo por la puerta de casa. Y entonces volvía a pensar en su piel, en la posibilidad de otra piel, en una piel de hojas de árbol caduco o piel de jabón, una piel distinta, que al tocarse fuera levemente moldeable y de un tacto distinto, una piel difusa.

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