domingo, junio 28, 2020

Huella de gigante

Ella se detiene en medio del camino. Hay varias huellas, algunas de su tamaño, otras de adulto y otras más pequeñas e imprecisas. Se detiene y yo me detengo y la miro hacia atrás, para observar que hace. Veo que mueve el pie entre la arena del camino, no sé si remarca una huela o hace un círculo. Los dos metros que nos separan son la distancia precisa para no entender eso que dibuja en el suelo. Al cabo e varios segundos, sin levantar la vista, y concentrada en esa tarea que consiste en mover su pie de un modo indescifrable sobre la arena, me dice que está dibujando una huella grande, muy grande, para que los que pasen después, sospechen o duden, de que por ahí ha pasado un gigante. Y sonríe. Y no sé si sonríe porque sabe que nadie pensará jamás en eso, no logrará engañar y simplemente el dibujo se lo hace a ella, como un juego, o si la sonrisa es picara, pensando en el triunfo de su engaño. Seguimos andando, ella pasa a otro tema, me cuenta algo que vio un día en clase sobre renacuajos, yo la escucho, pero me quedo pensando en las huellas, en las huellas gigantes, en su juego anterior. Por algún motivo la proyecto de mayor y de repente siento una profunda nostalgia. Hay una luz hermosa de atardecer, una luz de verano suave, la temperatura es agradable y durante unos cuantos segundos, todo me parece eterno o fugaz. No sé, algo así o las dos cosas a la vez y de repente pienso que eso es exactamente la nostalgia, un debate entre lo eterno y lo fugaz. Las huellas del gigante inexistente me han llevado a una forma de nostalgia. Dos horas antes había leído la noticia del fallecimiento de una mujer que no conocía, pero que sigo hace tiempo en twitter, una mujer que trasmitía permanentemente mucha amabilidad y sospecho, por segundos, que esa es la nostalgia que siento. Me gustaría que el tiempo fuera eterno junto a mis hijas.

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