domingo, mayo 19, 2013

Borracho

 Subió por la escalera con dificultad. El quinto piso a esas horas parece una cima sólo al alcance de esos grandes y locos escaladores. Una vez contó los escalones; él, tan poco dado a los números y las casillas. Los contó sin más intención que contarlos y saber que cantidad de escalones subía al día y como parecían duplicarse cuando llegaba borracho, a esas horas raras. Pero hoy, quizá jamás, recordaba cuantos había contado. Los números son una excusa. Lo que si le parecía es que el segundo piso debía ser ya el decimonoveno, porque llevaba seis o siete horas subiendo. Transpiraba el alcohol y tenía ganas de vomitar, pero la última vez que vomitó en la escalera, en el descansillo del tercero, se prometió no volver a hacerlo. Así que aguantó la arcada que venía con sabor a Whisky y a el sabor de la cena que ya no recordaba. Una esencia terrible. Dijo algo en alto: un impulso. Recordó a alguno de sus héroes deportivos y pensó que subir esos cinco escalones intoxicado de alcohol tenía algo de epopeya deportiva. Como esas grandes remontadas de su equipo que le habían llevado a noches inolvidables o aquel ciclista admirado y eléctrico que ascendía las montañas francesas con nervio de genio. Así se sentía mientras ascendía esa escalera terrible. Pensaba eso, que las cadenas de televisión deberían pagar por los derechos de retransmitir ese evento. Miles de espectadores nerviosos, viendo el cronómetro en el lado izquierdo de la pantalla, estadísticas comparativas con otras ascensiones, con otros borrachos, con otras eras. Los comentaristas frenéticos, empujando a la emoción de los televidentes. Las frases hechas, los análisis imprecisos, el recuerdo idealizado de viejas azañas: "quizá ha perdido fuerza, pero ha ganado experiencia, esta ascensión esta siendo antológica" y él, escalón a escalón, sufriendo como sólo saben sufrir los mejores. Con el vómito detenido en la garganta, con los primeros síntomas de sudor. Concentrado como se concentra quien siente que ya casi todo está perdido. Tercera planta, donde vive el presidente de la comunidad de vecinos, ese tipo serio y que lleva las cuentas con precisión y esmero y que siempre saluda con educación, le imagina dormido, con la cabeza sin pelo apoyada en la almohada, hay un silencio roto por las respiraciones de su mujer durmiendo. Quedan dos pisos, el tramo feroz, donde la inclinación se hace aguda, insoportable. Esa escalera que entre semana hace un eco que cuando se silba parece el viejo oeste. Esa escalera que sube y baja solo, cada día. Arriba y abajo no hay nadie. Ya está cerca el cuarto, los comentaristas ven un tiempo de ensueño, el mejor promedio de las ascensiones de este año, va a caer el record anual y si sigue la dinámica y aprieta en el último tramo, cae el del mundo. Vuelve la arcada, el sudor de la frente parece hielo derretido, se desabrocha cuatro botones, se da cuenta que tiene un cordón casi desatado. No queda fuerza. Ya no se escuchan las voces de la narración, se escucha la puerta del portal abajo, como si Satanás estuviera ventilando el infierno. Otro vecino que llega de una noche excesiva. Le quedan doce, quizá trece escalones. Los peores. Luego encontrar la llave, atinar con la cerradura. Ir quitándose prendas por el pasillo. Ya queda nada. No se vayan, vamos a publicidad y volvemos para el final de la etapa.

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