martes, junio 11, 2013

La nuca

 Se hizo un tatuaje en la nuca que a mi no me gustaba. Desde entonces empezó a recogerse el pelo, llevaba coletas para que el tatuaje se viera bien. Todo aquel que caminara detrás de ella podría verlo sin problema. Una figura diminuta, muy oscura, de trazo difuso, sobrevolando un espacio nebuloso. Alguna vez le pregunté el motivo y por qué esa figura, pero las respuestas no eran muy concretas. En realidad daba la sensación de no querer explicarle a nadie nada sobre el tatuaje. Sin embargo lo exhibía con orgullo, como si nadie en el planeta debiera quedarse sin verlo. A mi ni me gustaba. A mi siempre me había encantado su nuca. Su nuca parecía una explanada y con el tatuaje dejó de serlo. Con el tatuaje se volvió un terreno construido, un solar en el que hubieran levantado un parking o un centro comercial. Yo no le decía nada. Puse alguna pega cuando me contó con euforia su propósito, mostré cierto rechazo la tarde que la vi irse a un estudio de tatuaje a ser marcada. La esperé en la parada de autobus con cierta desgana y cuando bajó y me dio un beso sonriendo y se agachó con exageración para enseñarme el trazo de la nuca, disimulé como buenamente pude y le dije que me encantaba. Ya estaba hecho, ya no había vuelta atrás y no quise ser aguafiestas; pero a mi, el tatuaje, me incomodaba. A veces, en las escaleras del quinto de su edificio, dos plantas más arriba de donde ella vivía, en ese escalón donde nos escondíamos a sobarnos, mientras la besaba por el cuello y me desviaba con esfuerzo hacia la nuca, me quedaba mirándolo con cierta nostalgia: en esa nuca hubo un tiempo en el que no había pinturas, en la que no sobrevolaba esa figura triste en esa nebulosa etérea. ¿Quién era esa figura desbocada a la nada? ¿Qué homenaje se ocultaba sobreimpreso en su piel? En cierta manera, a veces, los días más dispares, creía que esa figura era yo y ni siquiera eso me agradaba. Aún siendo yo el homenajeado en su nuca, me agradaba el tatuaje. Había tanto vacío allí, había tanto desconsuelo para aquella figura difusa, que nadie querría ser ese. Sin embargo yo no decía nada. Estaba mi relación con ella y mi relación con su nuca. En cierta manera, para mi,  la nuca no participaba. Estaba, hacía las cosas más incómodas, pero no participaba en nuestra relación. Era un ente. Esa suegra que nunca deja a la pareja sola, ese triste compañero que se entromete en las relaciones de su amigo. Ese tatuaje era aquello que no se puede quitar. Jamás hablábamos y cuando nos besábamos yo aprovechaba para quitarle la coleta y soltarla el pelo. Era el único modo de ocultar un rato esos trazos perennes. Ella no, ella mostraba sin concesiones su tatuaje. Lo mostraba como el que enseña a un hijo prodigio o su mejor obra, como el que muestra su casa recién estrenada. Para ella el tatuaje lo marcaba todo, su nuca era el epicentro de su vida. Yo merodeaba, entonces, su vida por la periferia. Intentando evitar siempre esa tinta cruel que me había robado su nuca.

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