lunes, junio 03, 2013

El Camaro de mi tío

 Mi tio corría con un Camaro. Un auto tremendo. Lo había arreglado en el taller de Fofo, un amigo suyo que inflaba motores. Yo fui muy pocas veces a aquellas carreras ilegales. Eran los sábados por la tarde en un tramo de autopista abandonado por la zona oeste. Una autopista que se empezó a construir a finales de los ochenta y que se quedó en un trozo de asfalto a medio de hacer que proyectaba una recta terrorifica. Las carreras eran rápidas, básicamente se medían  las arrancadas. Se iba compitiendo de dos en dos, hasta una final que se celebraba a última hora, cuando ya había caído la tarde. Mi tío era adicto a esas carreras y a la cocaína. Pasaba el sábado sumido en un estado de máxima concentración, deambulando entre los coches aparcados y el bullicio de espectadores. El ambiente era enloquecido, la música tronaba desde todos los autos y se levantaba una polvareda tremenda. Entre carrera y carrera, mi tio iba ajustando cosas y no hablaba con nadie. Yo pasaba la tarde por allí, viendo el ambiente y viendo o tratando de entender el movimiento de las apuestas. Por supuesto mi tío vivía de lo que ganaba en aquellas carreras. Casi todas las semanas avanzaba mucho en las rondas y con cierta frecuencia alcanzaba la final. La gente que iba mantenía el secreto, la única manera de mantener aquel entramado vivo era mantenerlo en el secreto. A mi me gustaba ver las carreras desde la colina, un cerro pelado, sin un arbusto, que te permitía ver la recta entera, desde la salida lejana, y toda la aceleración salvaje. El ruido de esos motores exigidos reverberaba desquiciadamente. Aquel ruido sonaba, a ratos, aterrador. A la colina subíamos los más pequeños y algún mayor ágil. Al terminar la carrera, siempre, había dos, tres, quizá cuatro segundos, de un extraño silencio. Los dos coches frenaban con nervio y todo parecía absorverse en un agujero. La tarde caía lenta, el sábado se deshacía y las luces de los autos se iban encendiendo. Ese ambiente anunciaba el final del día, la llegada de la final. De repente todo empezaba a ser nocturno, más ilegal aún. Las conversaciones bajaban de volumen y la música se hacía inaudible. Llegaban las últimas apuestas y la final, que ya no veíamos en el cerro. Veíamos desde la meta, con la humedad creciente de la noche, viendo las luces de los dos coches finalistas viniendo hacia nosotros como un amenaza absoluta, total. El último rugido atronador y la llegada milimétrica. A veces, al terminar, no volvía con mi tío. Me montaba en el coche de Beto. Un tipo que luego, en la autopista de entrada, practicaba con cierta frustración, las aceleraciones que había observado en la recta aquella tarde. A mi no me gustaba montarme en el coche de Beto, pero con Beto siempre iba K. Con K casi no hablaba, prefiguraba la posibilidad de hablar. En realidad K apenas hablaba. Iba a las carreras de la recta y parecía estar viendo otra cosa, o esperando que aquellos pilotos ilegales se desviaran hacia la nada. Iba porque la vida, una suma indescifrable de azares, la habían empujado a aquella recta abandonada, llena de trapicheos de motor barato, de apaños mecánicos de pseudo ingeniería barata. K miraba las carreras como si estuviera viendo la escena más triste del mundo y como si no hubiera posibilidad de huir. Pero si yo me montaba en el coche de Beto para volver a la ciudad era porque iba K y porque pasábamos el sábado por la noche en las puertas de Pollos Armando, bebiendo botellas de cerveza y hablando de las virtudes de mi tío.

 Un sábado cerca de las vacaciones de julio, la policía llegó a la recta de muy malas maneras y empezó a pedir explicaciones. Había denuncias, órdenes de arresto y bastante ira policial. Yo salí corriendo por la parte del cerro. No sé porque salí corriendo, pero corrí por aquel descampado triste. Llegué de noche a la ciudad, llegué tarde a casa. Traté de buscar aquel domingo a mi tío, averiguar como había terminado todo, pero no le encontré. Hubo varios intentos de remontar las carreras, pero la policía las diluyó. Mi tío se fue a otra ciudad, mi padre me contó que intentó seguir viviendo de aquellas carreras y que al final no lo logró. A Beto le perdí la pista. Algún sábado por la noche atravesé la ciudad hasta el Pollos Armando, le vi allí, hablando de futbol o de beisbol, pero ya nunca estaba K.

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