miércoles, septiembre 04, 2024

El bosque de eucaliptos

 Salí temprano a dar un paseo hasta la playa que había al final del bosque de eucaliptos. El eucalipto llegó a esta tierra desde Australia y encontró aquí un lugar idóneo para su desarrollo. Esa zona está repleta de ese árbol poderoso y dominador, que se va adueñando con velocidad de las zonas que ocupa. Hay algo de metáfora en cómo el eucalipto se ha adueñado de esta tierra, en cómo fue creciendo y formando bosques a lo largo de la región. El camino por el bosque de eucalipto lo había descubierto el verano anterior, en nuestra primera incursión en esa zona apartada, y me había gustado tanto que a lo largo del invierno lo evocaba con frecuencia, en esas tardes oscuras del invierno en los que el verano parece una utopía.  Estaba deseando repetirlo desde el mismo día en que habíamos decidido pasar unos pocos días de verano, de nuevo, en esa zona de la costa. 

 Había despertado descansado, había dormido bien. La zona es sumamente tranquila, casi no hay veraneantes, nada de tráfico, el bosque te rodea las pocas casas dispersas que hay poco antes del cabo y el mar. El ambiente es excepcional para sumirse, en esa calma que buscamos los urbanitas cuando salimos del bullicio, esa especie de amago de fuga que repetimos casi anualmente para vivir la ficción de que podemos habitar paraisos.  Salí de buen animo a eso de las ocho y media de la mañana. El olor del bosque, el silencio, la temperatura idónea, hacían del paseo (lo hice corriendo a pesar de mi mal trecha rodilla, que me había lesionado días antes en un partido al atardecer en una playa lejana, en la otra punta del país). No me crucé con nadie. Al principio, el camino va por asfalto, pero en seguida el camino se vuelve de tierra y muy pedregoso, lo que hizo que disminuyera la velocidad por precaución. Esos paseos siempre están repletos de sensaciones estimulantes: no es solo que estemos paseando por un agradable bosque, es también los recuerdos difusos que te traen los olores y la percepción invisible de las cosas en la piel. Yo viví cerca de esa zona de los seis a los doce años, y la memoria de la piel salta en seguida a esos estímulos. No recuerdas cosas concretas, recuerdas abstracciones que casi te desbordan. No vienen recuerdos precisos, la memoria se dispara en formas casi vaporosas. Es la memoria de la percepción, que seguramente sea la mas poderosa de nuestras memorias. Es la humedad precisa que sentiste a los siete años en otra lugar que ya no recuerdas, pero que tu piel sí. O son cientos de mañanas amontonándose en ese olor a eucalipto o la luz que te trae veranos lejanos. Al final del camino, que siempre va en bajada, salvo algunas cuestas pronunciadas, previas a la bajada, está una de esas playas que pondrías en la lista de tus playas favoritas. Las veces que he ido hasta allí, siempre voy a primera hora y no hay nadie, me baño desnudo y me quedo algunos minutos sintiendo el agua fría y pausada. La playa está recogida entre grandes piedras que la enmarcan, la arena es blanca. Al fondo, se extiende el atlántico, una panorámica poderosa que te da una pequeña muestra de la inmensidad del mar, y se puede ver una de las esquinas de una de las tres islas mas famosas de la zona. Cuando me baño a esa hora ahí, hay segundos, momentos muy breves, que parece que habito yo solo este planeta. La playa vacía, la ladera de la colina que he ido descendiendo cubierta de eucaliptos silenciosa y pausada. La tierra mostrando su lado amable. Siempre que hago esos paseos solo, pienso en Marta y mis hijas, que se han quedado durmiendo allí, en el alojamiento alquilado, y fantaseo con la posibilidad de ser un sueño que ellas están teniendo. las veces que he hecho ese paseo repito los acontecimientos. Nado un poco al azar, buceo relajadamente, salgo del agua, me quedo secándome y ya luego me vuelvo a vestir. Después, sin prisa, hago el camino de vuelta. En esos paseos no busco revelaciones, no las busco en el baño, ni en la playa, tampoco en el ritmo de mis pasos. Sí mantengo la actitud de querer retener esas sensaciones, como si pudiera tener una especie de caja para guardarlas y sacarlas en medio del invierno en Madrid, cuando los días de frio o estrés laboral aprietan, pero descubro, todos los inviernos me toca redescubrirlo, que tampoco eso se puede retener y que conviene, simplemente, sentir esas sensaciones agradables que nos otorga el presente. Pero no busco revelaciones, porque las revelaciones no surgen ahi, quizá nunca surgen, es posible que nunca haya tenido una revelación en mi vida.. A lo sumo he tenido conclusiones, y seguramente muchas equivocadas que me han llevado a otras conclusiones que después vuelvo a descubrir equivocadas. Lo que sí te proporciona ese sosiego, esa forma de irrealidad amable, es una calma para pensar, desde otra perspectiva, ciertas cosas. Lo cierto, eso es verdad, que cada vez le doy menos valor a mis conclusiones o reflexiones. No sé muy bien qué pienso de nada, cada vez tengo menos certezas y a veces es desconcertante. Pero en esos sosiegos lo acepto. A veces quizá haciendo ya el camino de vuelta pienso en la actualidad y te surge esa forma amorfa e invisible que es la angustia. Ahi está el otro presente, el que tu no puedes controlar, apretándote, diciéndote que quizá todo se puede desvanecer. Pero en ese sosiego la actualidad parece mas manejable, te da la sensación de que eres mas permeable a los acontecimientos.  Avanzo por El bosque de eucalipto percibes su frondosidad y su olor profundo y medicinal. El eucalipto y sus raíces poderosas llegan a levantar el suelo, el eucalipto crece y avanza, no hay árbol que pueda competir con él. Su fuerza le ha permitido dominar los bosques de esta zona, de casi todas las zonas donde ha terminado llegando. El eucalipto, bajo su amable forma y su indudable atractivo, no permite a otros crecer con facilidad, inhibe la germinación y el crecimiento de otras plantas. Mientras avanzo pausado, relajado, soy ajeno a esa batalla campal que se dirime bajo tierra, a escasos metros de mi.

lunes, junio 24, 2024

No tengo nada - Iko Cuyagua

 Esta canción bien podría ser una metáfora de lo que es Iko Cuyagua. No tenemos nada. Nuestros conciertos tienen muy poco público, no ganamos dinero con ellos. Nuestras canciones tienen muy pocas reproducciones y salvo algún amable comentario, suelen pasar muy desapercibidas. Iko Cuyagua requiere, la mayoría de las veces, de un gran esfuerzo sin recompensa o ese tipo de recompensas que tanto se persiguen hoy: recompensa montería, éxito, influencia, alcance. Iko Cuyagua no tiene nada de eso.  Iko Cuyagua supone, casi siempre, un pasatiempos caro, un esfuerzo permanente de trabajo sin retorno. Horas que no son recompensadas en términos capitalistas. Iko Cuyagua, no obstante, es fundamental para nosotros. El vínculo afectivo es intensísimo. Nos gusta tocar, nos gusta hacer esto que hacemos, nos gusta grabar, nos gusta ir a sitios; y aunque muchas veces sea para muy pocas personas, nos gusta mucho hacerlo. Incluso va más allá de gustar. Hay un vínculo y algo parecido a un sentido existencial. Hay momentos puntuales que nos preguntamos para qué hacemos esto, pero la respuesta es muy sencillo: lo hacemos porque lo tenemos que hacer y porque la recompensa sucede, existe y es muy grande. No es tangible, no es evidente, porque sucede en el terreno de la necesidad existencial y porque no es medible en los términos que imperan el mundo de hoy. Porque esos términos no son nuestros, no están en nuestra mano ni en nuestro control y honestamente tampoco los perseguimos. Cada grupo, desde los mas exitosos hasta los que son como nosotros, tienen un compromiso con algo indefinido, como es de indefinido el del amor o el de la amistad. La música es la palabra antes de la palabra, el sonido en esencia, lo que aún no esta sujeto al verbo, por eso no se puede poner en palabras el compromiso con ella. Hacemos música y la seguiremos haciendo probablemente hasta el último segundo de nuestra existencia. Habrá momentos, como nos pasó, por ejemplo, el sábado antes del concierto, donde sintamos que el esfuerzo a veces parece absurdo, idiota, innecesario, pero luego, como después sucedió también el sábado, en medio de una canción, un amigo sonríe, se lo está pasando bien, te ha acompañado hasta ahí, tiene una cerveza en la mano, tararea una frase y aplaude al final y descubres que ahí está la recompensa absoluta, y que como dice el estribillo de esta canción: Con eso basta. Con eso sobra. No quiero más. 

martes, abril 16, 2024

El oficio de delantero

 Aquella temporada terminamos de décimos en la tabla clasificatorio, es decir: de últimos. Yo era el delantero con menos goles del campeonato: cero. Y el equipo había marcado un sólo gol en los dieciocho partidos. Fue en un partido en enero, un día de nieves y un frio atroz. Los contrincantes habían tenido problemas para llegar al campo donde jugábamos y solo se presentaron ocho. Suplicaron al arbitro y la federación que les dejaran disputar el partido, convencidos de que lograrían sacar los tres puntos en juego. Esa era la fama que nos habíamos ganado a pulso entre todos los equipos rivales de la liga comarcal. El partido se jugó, y tal como presuponían los adversarios, lograron sus tres puntos. Nuestro único gol de la temporada, marcado en ese partido, fue un autogol. Yo estaba bastante lejos de aquellos rebotes paranormales que dio el balón antes de entrar a la portería. Así que atribuí el gol a la magia. Sólo lo insólito podía hacer gol en nuestro equipo. Y eso fue todo lo que sumamos en la tabla de goles a favor en ese año tan poco memorable. Al terminar la temporada no hubo abrazos ni despedidas y algunos me miraron sabiendo que jamás volvería a ser parte del equipo. Ellos eran malos, pero yo era el delantero con menos goles de la comarca, lo que les otorgaba una ligera superioridad sobre mi. 

Pensaba, y aún pienso hoy, que yo no era malo. No era bueno, por supuesto, pero no era tan malo como mis pobres estadísticas reflejaban. Siempre pensé que tenía cierta habilidad para el desmarque, el golpeo no era tan pésimo como esos cero goles querían demostrar (di dos veces en el larguero, si eso puede minimizar las cosas) y tenía ciertas dotes para el pase. Pero aquellos cero goles fueron un lastre que no pude superar. Al terminar la temporada asumí el fracaso de mi carrera futbolística y decidí abandonar o colgar las botas (sin ánimo de sonar épico), pero previamente, a lo largo de la temporada, había intentado resolver el asunto por vías más atípicas. En la jornada nueve, justo la anterior a nuestro único gol, cuando ya los números empezaban a pesar, al final de un partido de visitantes, en una localidad al sur de la comarca, un hombre de pelo lacio, mirada profunda y voz nasal, se me acercó antes de entrar al vestuario y con gesto serio me dijo: “Tu estás empavao”. Al principio no entendí, pero aun con el gesto firme, el hombre prosiguió: “Tienes que hacerte una limpieza. Tú no haces gol porque algo no te lo permite”. Aquella sentencia me pareció resonar por todo el campo, que en ese momento ya estaba casi vacío. Me quedé quieto, sin saber qué decir. El hombre me miraba a los ojos fijamente. Saco un papel arrugado del bolsillo, sacó un bolígrafo y apuntó:

- Vete a esta dirección. Pregunta por Lali. Dile que vas de parte de Abelardo. Dile que eres delantero y que llevas muchos partidos sin marcar. Dile que es urgente, porque esto va a ir a mas y va a afectar a mas zonas de tu vida, no sólo al gol. 


Aquello, en medio del campo, ahora sí ya vacío, me sonó aterrador. El tipo se dio media vuelta y nunca, jamás, le volví a ver. Entré en el vestuario con el papel en la mano, los tacos reverberaban en el suelo, el sonido de las pisadas, me parecieron, de repente, amenazas. Cuando entré en el vestuario nadie me saludó, nadie me miró. Muchos ya estaban casi listos para salir al autobús. Gaurdé el papel en un compartimento de mi mochila y me duché. En el viaje de vuelta, mirando por la ventanilla, la explicación de ser víctima de algún tipo de magia o embrujo, me sonaron convincente. Yo no era tan malo, pensé. Es el embrujo el que me marca férreamente. 


Por supuesto que fui donde Lali. Un martes de finales de enero. Aquel partido en el que marcamos el único gol, que fue tan absurdo y extraño, me terminaron de confirmar, que estaba siendo víctima de algo superior. La magia era, por decirlo de algún modo, el cancerbero invisible que estaba deteniendo todos mis balones. Así, dos días después, le pedí el coche a Zambra, el defensa central y atravesé el oeste de la comarca para ir a la dirección que tenía anotada en el enigmático papel. Tomé un desvió de la carretera nacional por un camino de tierra. Al final, una casa de piedra, con un jardín hermoso era mi destino. Detuve el coche de Zambra, me bajé y toqué un interfono que había en un lado del portón. Pasaron unos treinta segundos y nadie contestó. Volví a tocar. Detrás de mí, una voz, con vestigios de catarro, dijo: "¿Eres el delantero?” Era Lali. Estaba apoyada en el capó del coche de Zambra. Di un pequeño respingo ante lo inesperado. Lali se acercó y se presentó. El acento caribeño me resultó amable y contradictorio en ese dia tan nublado, frio y gris. De repente todo era relajado y poco formal, como si nos conociéramos de antes. Lali me dijo que metiera el coche en la finca. Abrió el portón y me indicó donde aparcar. En ese momento, mientras aún aparcaba, sentí el absurdo: ¿Qué cojones pinto aquí? pensé.


 Dentro Lali saco dos cervezas, un chorizo fantástico y un queso de cabra delicioso. Me habló de unos vecinos del pueblo que eran narcotraficantes, me habló de un funcionario de la diputación que era un corrupto, me habló del colapso energético al que estamos abocados y me hablo de Hector Lavoe. Al final, sin venir a cuento, me preguntó de golpe:


- Y ¿quién te ha hecho ese trabajo a ti? ¿Quién te tiene esa manía, muchacho?

No contesté, porque ni siquiera creía de verdad en nada de eso. Yo estaba ahí por la desesperación, que es la única causa real de todas las cosas. Lali se puso de pie, se acercó y me miró un buen rato fijamente. En ese instante yo estaba pensando más en el atractivo indudable de Lali que en la magia negra, pero traté de tomarme con compromiso y seriedad todo aquello. Si todo aquello valía para marcar un miserable gol, habría que hacer el intento. Lali se fue de repente, desapareció y me dejó solo en aquella habitación desde la que se veía, por la ventana, el campo eterno de la comarca. Escuché un perro ladrar, escuché sonido de armarios, también como si estuvieran moviendo cazuelas o artilugios de metal. Al rato volvió. Se había hecho un moño y, si cabe, aún estaba mas atractiva. Me dijo que me tumbara en el sofá que había a un lado, que cerrara los ojos, que me relajara y que me dejara llevar. No recuerdo los siguientes minutos. Caigo inconsciente o dormido. Al despertar lo atribuyo a una droga o a un somnífero, pero Lali me dice que soy el cliente que mas rápido ha caído hipnotizado. Al decir cliente, comprendo que todo esto tiene un precio: la magia también tiene sus gastos. Me dice que me incorpore. Me pongo de pie. Lali me dice que ya estoy listo, que en dos o tres partidos, como mucho, caerá un gol. Me acompaña hasta el coche, me abre el portón y, mientras paso, se despide con la mano. Vuelvo a la carretera, vuelvo a casa. Le devuelvo el coche a Zambra. Al día siguiente marco gol en el entrenamiento y pienso en Lali, pero pasan tres jornadas y sigo sin marcar. No marqco tampoco cuatro, ni cinco después. No marqué en todo el año. Dejé el futbol. Me fui de aquella pequeña ciudad. Estudié veterinaria en la capital, viaje algún tiempo por America latina. Olvidé aquella temporada. Creo que lentamente, a lo largo de los años fui dejando de ver futbol, fui perdiendo interés. Armé una vida sosegada y feliz. Hoy, al llevar a mi hijo Claudio al parque, he jugado un rato con él, sus amigos y los padres de sus amigos, un partido en el lateral del parque. He marcado tres goles, uno de ellos de bellísima factura. He pensado que finalmente, se acabó la maldición y he recordado a Lali y aquella casa hermosa en medio de la nada. 

jueves, enero 11, 2024

Chocolatina de fresa

  El día que conocí a F probé por primera vez las chocolatinas rellenas de fresa. No soy goloso, tampoco lo era demasiado con 5 años, pero aquella chocolatina fue un descubrimiento glorioso. El sabor era explosivo. Ese liquido artificial rosado que sabía a una frase irreal me pareció sublime. Pero además de descubrir las chocolatinas rellenas de fresa, ese día conocí a mi padre. Poca gente puede decir o recordar cómo fue el día que conoció a su padre, pero en mi caso sí: el día que descubrí la existencia de chocolatinas rellenas de fresa fue el mismo día que conocí a mi padre. 

No sé en qué momento o cómo fue el velocísimo proceso de asumir que F era nuestro padre. Aquella tarde  de otoño, que recuerdo algo fría, mi madre me dijo que nos íbamos con F a dar un paseo. F llegó en coche. No recuerdo si se bajó o no. Si mi madre y yo nos subimos al coche o cómo fue exactamente el encuentro.  F saludó como si me conociera de toda la vida, a lo que yo respondí con la misma actitud. F y yo a los treinta y cinco segundos, ya éramos íntimos. Nada de protocolos. Había que ahorrarse tiempo. F iba a ser mi padre y yo iba a ser su hijo. Así que en un acuerdo silente pasamos del saludo a lo paternofilial en un tiempo que debería ser registrado en los libros de récords. Con F además pasa algo absolutamente estrambótico, no sólo que conocí a mi padre una tarde de otoño con sabor a chocolatina, sino que yo, que soy el segundo de los hermanos, iba a conocerle con algunos días de ventaja sobre mi hermano mayor. Lo cual abre una paradoja espacio temporal: el hermano pequeño conocía al padre antes que el hermano mayor. Eso nos debería haber dado pistas, pero no nos las dio, porque nosotros íbamos al grano con cinco y ocho años. ¡Bienvenido, Papá!

F nos llevó a mi madre y a mi a tomar algo. Mis recuerdos no son del todo precisos. Obviamente uno no conoce todos los días al que va a ser su padre, pero tenía cinco años. La memoria era casi líquida y muchos de los detalles son muy imprecisos. Fuimos en coche a tomar algo a una terraza los tres. Mi madre, F y yo. Lo primero que hizo F fue invitarme a dar vueltas en una tiovivo que había justo al lado de la terraza donde nos íbamos a sentar. F no solo me invitó a una vuelta. ¡Me invitó a dos! Él me miraba sonriendo, yo le correspondía con la misma complicidad. Yo nunca había sido actor principal en ninguna escena de mi vida y de repente el nuevo padre me tenía dando vueltas en un tiovivo, mirándome sonriendo con mi madre al lado. La película, por fin, se ponía interesante. Cuando terminé de dar vueltas, bajé y nos sentamos en una mesa. Segundo éxito de aquella tarde glorioso: F me invitó a un refresco. Creo estar en lo cierto si afirmo que era la primera vez que me tomaba un refresco entero para mí solo. Mi madre y mi nuevo padre hablaban agradablemente, mi madre estaba relajada y sonreía y F trasmitía una serenidad y calma que inauguró una nueva etapa en nuestras vidas. No había contrato, ni papeles por medio, pero si lo hubieran puesto encima de la mesa, lo hubiera firmado sin ningún problema para que F fuera mi nuevo padre. Y claro que no hubo contrato escrito, pero el simbólico lo firmamos: F, mi madre y yo. En menos de hora y media habíamos conformado una familia al uso. 

Al terminar el refresco fue el momento en el que apareció la chocolatina. No sé cómo apareció. No sé si F se levantó a comprarla, no sé si me dio algunas monedas para que fuera yo, no sé si fue mi madre. No recuerdo exactamente cómo apareció aquella chocolatina en nuestras vidas, pero cuando apareció todo cambió para siempre. Mordí la primera onza y sentí aquella especie de mermelada o de liquido amniótico rosado deslizarse por mi boca. Un sabor como de otro mundo, como de hermosa irrealidad, invadió mis papilas gustativas y trasmitió al resto del cuerpo un mensaje de alegría. Asi que podríamos afirmar, que aunque no había contrato, esa chocolatina era una celebración de esa firma simbólica. Los novios se besan, los empresarios se dan la mano, los futbolistas hacen malabares con el balón frente a los fotógrafos. Yo comí chocolatina el dia que F se convirtió en mi padre. Creo que era tan deliciosa que n siquiera me la comí entera. Recuerdo que pensé en mi hermano, que por alguna razón que no recuerdo no estaba aquella tarde fundacional. Hoy cuarenta y tres años después, no sé donde estaba I. ¿Dónde estaría? ¿Jugando al futbol? En alguna actividad extraescolar? ¿En casa de un amigo? Pero aquella chocolatina la tenía que probar I. Esa tarde era una de esas tardes que se viven para contar y en medio e la chocolatina yo estaba deseando contarle a I todo lo que había sucedido: El Tiovivo, el nuevo padre, el sabor de la chocolatina. Así que creo que no me la terminé, quizá pensando en llevarle un poco a I y seguramente, (no quiero venderme como un gran generoso), porque la chocolatina estaba deliciosa, pero su sabor agotaba a las tres onzas. 

No recuerdo mucho más. Recuerdo la tarde cayendo, el frío que aumenta. La sonrisa segura de F. Su manera de andar. Recuerdo volver en su coche. Sentir una especie de calor y serenidad y también de equilibrio. Como si todo, de repente, tuviera un orden. Creo que por eso fue tan fácil asumir que F era el nuevo padre, porque a una velocidad inexplicable, todo se había ordenado. Recuerdo ir en la parte de atrás del coche volviendo a casa. Recuerdo la mano de F sobre la pierna de mi madre y sentir que aquello tenía sentido y recuerdo una forma inmensa de alegría. No estoy seguro, porque bien es sabido que la memoria distorsiona y mueve los elementos, a veces, a su antojo, pero casi podría afirmar que ese rato, esa tarde, es mi primer momento de felicidad consciente en la vida. Y que la felicidad, además, tiene sabor a chocolatina rellena de fresa.  

lunes, enero 08, 2024

Tarde de sábado

 Yo no sé escribir de manera netamente autobiográfica. Para ser honestos habría que decir que yo no sé escribir, pero ese tema sería conveniente tratarlo ya en otra autobiografía. Pero el hecho de ser escrupulosamente autobiográficos me resulta muy complejo cuando escribo aquí, en esto que se parece a una forma extraña de diario. Ayer leí un librito de una autora francesa que sí lo es. De hecho las tres cosas que he leído de ella son libros netamente autobiográficos; y me llama la atención o me abruma un poco. Porque no sé cómo se hace eso. Primero ser preciso en la narración de lo que sucedió en tu vida o de lo que está sucediendo. Segundo dónde poner el foco en un punto concreto de eso que se narra. Si narro, por ejemplo, los primeros meses de mi relación con M o la historia de alguno de los grupos de música en los que he estado, tiendo a perderme en detalles que no son del todo autobiográficos; pero eso no es una elección, simplemente la realidad se me transforma en otra cosa cuando me pongo a describirla o a contarla. Por supuesto que en este espacio he contado cosas autobiográficas, pero se distorsionan o se alteran un poco a su antojo mientras las voy transcribiendo. Ni siquiera yo decido del todo en qué momento empiezan a no ser lo que fueron para ser una cosa nueva. Una cosa nueva que tampoco lo es del todo, porque aunque, como rezan esos carteles antes de las películas, Cualquier parecido con personas reales (vivas o muertas) o con hechos reales es pura coincidencia, lo cierto es que, aunque alterado, distorsionado y sin semejanzas; la alteración termina dando un resultado muy parecido a lo que sucedió. Por ejemplo, en este espacio, he hablado de asuntos de mi padre, de asuntos de enamoramientos post-adolescentes o eventos puntuales, que finalmente terminan trasmitiendo algo en lo que me identifico plenamente y en lo que soy capaz de reconocer el hecho real tal y como fue. Supongo que en eso radica el encantamiento de la ficción: en que el hecho ficcionado, por exagerado que sea, se superpone con nuestra realidad. La ficción también es autobiografía. Porque es una capa profunda de lo que somos o de lo que fuimos. La ficción también sucedió, por decirlo de algún modo. En ese libro que leía ayer, la autora hablaba de un proceso de celos que la carcomió durante meses. Yo sufrí, a los diecinueve años un proceso muy similar. Mi primera novia "formal", por llamarlo de algún modo, me había dejado por un tipo que nunca ví y mi obsesión con aquel individuo era francamente parecida a la que narra la autora. Ese desierto que transité durante algunas semanas o meses, era abrumadoramente semejante. Pero si hiciera el ejercicio, jamas lograría ser tan preciso conmigo mismo. Seguramente trasladaría asuntos de la realidad, evocaría cosas concretas, pero me costaría ser verídico o real.No por huir del recuerdo o de mi mismo, sino porque el proceso de escritura me lleva por otros recovecos. Disfruto esa bifurcación. No soy escritor, pero cuando escribo, disfruto del acto de escribir en sí, porque verdaderamente se me desvelan cosas Cambiaría escenas y sobre todo me centraría en procesos más abstractos que la escritora francesa. Hablaría o describiría, sobre todo, aquella tarde de sábado dos semanas después de que ella me había dejado. Porque aquella tarde fue una cumbre en ese proceso Me costaría ser preciso o veraz con aquella tarde, pero si escribiera como la escritora francesa, esa tarde sería idónea para ser autobiográficos. De hecho, a partir de este punto, voy a intentar serlo. Intentaré ejercitar la autobiografía con aquella extraña tarde. 


TARDE DE SABADO 


 I me ha llamado a media mañana. Una semana antes de que me dejara habíamos hablado que necesitaba encontrar un trabajo. Las cosas en mi casa estaban en un estado muy deteriorado. Mi padre se había sumido en un silencio que no supimos interpretar como una profunda depresión y no trabajaba. En casa no entraba dinero y la decadencia iba avanzando por minutos en el hogar. Mi único ancla con el mundo externo era I, pero I, eso no lo supe hasta muchos después, se sentía fatigada de mi, pero sobre todo de mi mundo. Aquel día I me dijo que una amiga de su madre estaba montando un pequeño parque de atracciones infantil cerca del Centro Comercial El Paseo, en un solar que había detrás, que durante mucho tiempo había sido un parking de esos de los que te dan un ticket en mano. Para el modesto parque de atracciones iban a necesitar gente joven que quisiera ganar algo de dinero estando cinco o seis horas pendientes de algunas de las atracciones y que porqué no íbamos los dos a trabajar ahí. I me dejó una semana después de aquella conversación, pero I me quería, no como yo quería que me quisiera, pero me quería y sentía mucho cariño por mi familia, sospecho que por mi madre, no tanto por mi padre. Así que cuando se activó el pequeño parque de atracciones de la amiga de su madre y se necesitó de jóvenes para arrancar la actividad, pensó que, aunque acabábamos de dejar de ser pareja, me vendría bien empezar con eso. 

La llamada ha sido fría, porque teme que yo de nuevo me ponga melodramático y triste. Como las dos veces que nos hemos cruzado después de la ruptura. Me ha informado que la actividad arranca y que si quería el trabajo estuviera a las 3 P.M en el recinto. De más está decir que a mi el trabajo en ese estado en el que llevaba sumido medio mes me daba absolutamente igual. Pero la cita me parecía una oportunidad perfecta para volverla a ver, para tenerla cerca, para hacer algo con mi desesperación. Entre todos los síntomas que sufro estas semanas la desesperación es de los más acentuados. No hay vinculo entre lo emocional y lo racional. Quiero verla, pero no sé para qué quiero verla. Las dos o tres veces que la he visto he salido más dañado, más afectado, más desesperado. Quiero verla porque hay algo en el proceso psicológico muy poderoso que desconozco que quiere tenerla enfrente; pero verla me resulta doloroso, insoportable, porque me hace más consciente de la distancia que hay. Eso es algo que desconozco hasta ese momento, puesto que es mi primer desamor y además en un momento en el que mi vida está absolutamente desmoronada. Todo se derrumba para ese joven de 19 años. Su vida familiar, su futuro, su vida sentimental. El mundo carece de sentido, se ha vuelto un lugar doloroso. Y verla me hace consciente de que la distancia entre dos cuerpos puede llegar a ser mucho más profunda que la distancia física y medible. Cada vez que veo a I veo galaxias, agujeros de gusano, dimensiones paralelas, pasillos galácticos que separan ese metro que hay entre mi cuerpo y el suyo. Verla de cerca es verla frente a mi pero a millones de años luz. Su olor, ese olor que tantas veces había sentido tan cerca, de repente era un olor que me pinchaba muscularmente. Su olor, y de eso se ha escrito mucho, tenía un poder sobre mi indescifrable. Ese olor, que había sido el origen de sensaciones de amor o sexualdiad, ahora era dañino y cuanto más lo sentía, cuando más olía su olor, más dolencias padecía, como si mis órganos se contagiaran de una temible enfermedad. Estaba ahí, frente a mí, y sin embargo era inaccesible. Cada parte de su cuerpo que en algún momento me había excitado, que había sido parte del juego físico en nuestra relación, ahora eran el motor que producía un sentimiento atroz. Sus labios, mientras hablaba, los veía más hermosos y carnosos que nunca y sin embargo ya no podía sentirlos, me habían sido negados y esa negación era dolorosa y terrible. Sus manos que había sentido sobre mi cuerpo jamás me volverían a tocar. Cada parte de su cuerpo, cuando la había vuelto a ver, eran el origen de un nuevo desasosiego, de una nueva negación. Su órganos, su piel, su presencia, eran crueles, porque  ya no eran accesibles. Entonces ¿Por qué la quería ver esa tarde de sábado a las 3 P.M? Si lo que iba a encontrar era ese cumulo de órganos y piel que emitían la mayor de las crueldades a las que había sido sometido: la negación, lo inaccesible ante mi. El ser enfermo de desamor no vive bajo la lógica o la realidad del que no está bajo las dolencias de ese virus. Es una enfermedad parecida a la adicción. Sabes que ese es el origen de tu tragedia, pero necesitas una nueva dosis, saberla cerca. Así que aquí estoy. Una tarde de sábado de un calor infernal en medio de Barquisimeto, Venezuela. Cruzo la puerta de ese recinto extraño. Hay algunas atracciones pequeñas esparcidas por el terreno, intuyo que el parque, bastante modesto, va a ser para uso muy infantil de niños de no más de cuatro o cinco años. Al fondo hay construido un barracón en el que hay un letrero que pone oficinas. Entiendo que es ahí donde debo presentarme. Miro a los lados. No hay nadie fuera. La explanada está vacía, las atracciones aún no están encendidas. Avanzando por el terreno sintiéndome una especie de cowboy triste en medio del oeste. Entiendo que he sido el primero de los citados en aparecer. Miro hacia afuera esperando ver a I aparecer, pero no la veo venir calle arriba, desde la avenida de Los leones por la carrera 2, desde donde debería llegar. El calor es insoportable y tengo ganas de no estar ahí, pero para ganar tiempo entro en la oficina para presentarme y recibir instrucciones. Hay dos mujeres muy arregladas, muy maquilladas, con aspecto de no tener que depender del parque para vivir. Me presento, digo que vengo de parte de I. Hablan bien de I. "La queremos tanto" dice una de ellas. Me dicen que estaré a cargo de algo que llaman "El Lago". Me explican que son dos barcas que navegan sobre una piscina, las barcas tienen la forma de dos cisnes muy coloreados, la piscina está en la pequeña carpa a la entrada del parque. Me explican que está cubierta para que no se deteriore y que no se llene de todo el polvo del parque. Me explican que debo montar a los niños y darles vueltas por la pequeña piscina imitando un paseo en barca por un rio, "Por el Danubio" dice la más habladora. Me explican la metodología con las fichas, mi horario (que incluye todos los fines de semana y tres tardes entre semana) y el sueldo, que es muy bajo. No hay contrato ni nada que se le parezca. Me desean suerte y que al final del día se hará una reunión en la oficina para ver y comentar qué tal ha ido esa primera jornada: "¡Bienvenido a BarquiPark!" (aquí invito el nombre. primero porque no lo recuerdo bien, pero no debe andar lejos del original) me dice las más teñida, y que ha hablado menos, con euforia. Camino hasta la carpa y me quedo en la entrada. Miro al interior. La piscina es minúscula, las barcas son multicolor con unos rosas fosforescentes que ciegan, flotan tristes sobre un agua recién echada. Hace tanto calor que en algún momento pienso que lo mejor seria usar la absurda piscina de plástico para refrescarse y cobrar las dos fichas que cuesta el absurdo  paseo por un gratificante y necesario remojo. Me quedo en la entrada desde donde puedo ver la entrada al parque. Veo que van entrando otros jóvenes. Algunos van entusiasmados de momento parezco el empleado menos motivado. I no aparece y empieza a sospechar que I no va a aparecer. También empezó a especular donde puede estar I a esas horas. Durante algunos minutos me dan ganas de prenderle fuego a todo. No soy pirómano, no soy violento, pero siento un rechazo profundo por el parque, por las dos mujeres y por todos los jóvenes que van entrando para trabajar ahí. I no aparece y entro en un proceso de angustia intenso. Vuelvo a pensar en una de las frases que me dijo cuando le pregunté si me dejaba por otro: "Y eso que mas da". En como fui recabando información sobre el individuo que ahora estaba con ella. Miro el reloj y calculo que me quedan seis horas para terminar mi primera jornada ahí. I sigue sin aparecer y comprendo que nunca aparecerá. I me ha dejado por un tipo mayor que yo, que tiene coche, que es de familia adinerada. Todo eso me invade en la puerta del "Lago" bajo un calor insoportable. Sigo especulando con I. ¿Dónde puede estar en ese momento? La imagino follando en el coche de ese tipo que no sé cómo es. La imagino teniendo su miembro en la mano, moviéndolo lentamente mientras le besa. Él está excitado. La ha llevado a comer a algún lado y a la salida se han manoseado en el coche que estaba aparcado en un lugar apartado. Se han besado, se han dicho frases que solo se dicen bajo ese estado enloquecido de la excitación. Ella le masturba esperando que este muy excitado para que la penetre en el coche. Él le baja la fald como puede en la parte trasera del coche, le dice que tiene muchas ganas de follarla y ella cierra los ojos. En la puerta de "El Lago" aparecen los primeros clientes: una madre con su hijo de tres o cuatro años. Me entregan las fichas, yo no puedo ni hablar. Cojo al niño casi temblando y le acomodo en la barca. Lo muevo por el Danubio, lo hago viajar por el Sena, por el Támesis. Me imagino aguas agitadas, violentas. El agua suena, hay una musica de fondo por todo el parque. Hace un calor espantoso. Sigo imaginando esa hipotética escena en otra rincón de la ciudad. Él la ha ido desvistiendo, le ha bajado las bragas y está a punto de follársela. Tengo ganas de ponerme a llorar o de gritar, pero sobre todo de salir corriendo. La madre del niño me mira amable y me da las gracias. Me ayuda a bajar al niño de la barca. Salen de la carpa. En ese momento me viene la cara de I cuando está a punto de orgasmar, esa cara que yo había visto tantas veces. Sé que I no vendrá, sé que yo no puedo seguir viviendo en Barquisimeto. Sé que este dolor algun día se pasará, pero que la travesía va a durar meses. Salgo de la carpa, me pongo a andar. No miro para atras. Empiezo a correr. Oigo la música que suena por todo el parque. Salgo del parque corriendo. Corro como si me aliviara algo. Corro como si correr evitara el dolor. Corro más de un cuarto de hora. Subo la Avenida Lara mirando los coches que van a un lado y otro de la avenida a ritmo veloz. Cada uno con un destino, cada uno con una vida que yo no tengo, porque aún no sé qué es exactamente mi vida. Esos coches buscan destinos porque los tienen, yo corro sin saber a dónde voy. Pienso en las dos mujeres en la oficina dándose cuenta que no hay nadie en el "El lago" y sigo corriendo pensando que a esas horas I ya ha orgasmado o quizá está lamiendo con generosidad el pene de ese tipo que no sé cómo es. Todo esto es fantasía o no, pero todo eso es dolor o delirio. Porque los celos tienen sobre todo mucho de locura.

No recuerdo mucho más de esa tarde. Creo que llame a ER, creo que bebimos. Seguramente me invitó, porque yo no tenía ni dinero para beber. Creo que no le conté a nadie aquella tarde. Me sentí a veces algo culpable de abandonar aquel puesto de trabajo. Creo que me sentí solo cuando llegué a casa con mis padres y D ya dormidos. Creo que no he vuelto a sentir jamás eso y creo que ese día, de alguna manera, volví a nacer. 

El pollito Pío

 Me puse a reordenar la casa. No sé si tiene sentido decir reordenar en este caso. Me refiero a que pensé en darle un nuevo orden. Había pasado el tiempo suficiente para el duelo. Duelo en el sentido estricto de dolor. Algo más de un año, más de doce meses, que a mi me daban una especie de alivio o simbología. A partir de los doce meses, ciertos acontecimientos de las rutinas ya se empezaban a repetir por segunda vez sin ella. Así que alterar el orden o darle un nuevo a las cosas de la casa me parecía una buena forma de cambiar otros órdenes, incluso (o sobre todo) el cósmico. No soy bueno espacialmente. Verdaderamente no soy bueno en casi nada. Ya no es un problema de autoestima, esa que tan deteriorada se ha visto estos doce meses, es un problema de entreno o de capacidad. No se ver el espacio desde distintas perspectivas, sobre todo en mi hogar. Me gustaría ser de esos que miran amplio. "Si mueves ese sofá y regalas esa repisa podrás abrir un espacio para que el salón respire y sea más acogedor". No sé mirar así. Miro y veo un sofá, unas paredes, una alfombra que me cae mal, un orden no muy preciso que debería ser de otra forma y que me incomoda, pero no sé encontrar soluciones a los espacios diarios para que esos espacios sean más agradables. Pero aún y así me lancé a la tarea de reordenar. Aunque mantengo la duda de si es reordenar u ordenar. Decidí deshacerme de la alfombra. Era un símbolo tan de ella aún, ahí extendido en medio de la sala. Esa alfombra como marca y símbolo. La doblé y la dejé cerca de la puerta. La bajaría el día de recogida. También decidí deshacerme de una butaca que me parecía inoportuna o estúpida (Porque no usar el termino escupido en este caso si es lo que me parecía). Esa butaca era un error, quizá esa butaca era el punto fronterizo donde ella y yo dejábamos de tener una vida en común: ¿a quién le puede gustar una butaca como esa? Era algo que no percibía en mis días con ella. Ahora era consciente de que esa butaca marcaba el primer punto de nuestras diferencias irreconciliables. La dejé cerca de la puerta también. El espacio, no sé desde un lado teórico, pero desde el lado de mi percepción, empezaba a ganar algo, no sé el qué, pero empezaba a tener otro movimiento (creo que esas son las palabras que usan los interioristas y los arquitectos: el espacio gana movimiento). Había un armario torpe, feo y de un material casi plástico amontonado en una esquina, repleto de los libros infantiles que le habíamos ido comprando a la niña los primeros años. Libros encontrados, libros regalados, libros muy queridos y algunos casi detestados: la literatura infantil, si es que eso existe, tiene sus conflictos y sus problemas también. Decidí deshacerme también de ese trasto insoportable, pero debía revisar los libros y quizá seleccionar. Acerqué una silla y una caja con la idea de ir revisando. No sabía qué criterio iba a seguir: ¿Calidad? ¿Cariño? Iba cogiendo al azar. Leía el título, ojeaba por encima las páginas, rememoraba lecturas nocturnas, el lento o rápido crecimiento de mi hija. Lecturas amables, relajadas. Otras lecturas urgentes, buscando su consuelo en alguna crisis de llanto. Lecturas despistadas en las que leía pensando en otra cosa mientras la niña reía o quizá también pensaba en otras cosas. Esos libros con dibujos que habíamos repasado una y mil veces. Dibujos hermosos, dibujos precisos, dibujos horrendos. ¿Qué criterio seguía la niña para elegir sus favoritos? Algunos que leímos ciento cincuenta mil veces otros que jamás pasamos de la cuarta página. Libros que venían de gente que quisimos y ya no sabemos donde están o de gente que aún siguen en nuestra vida. Libros hermosos, pero de hermosos solo valorábamos los mayores y libros horrendos que la niña adoraba. Animales absurdos con historias psicodélicas o niños que nos mostraban un mundo mejor. Pasé mucho rato sentado, pasando páginas, pasando de un libro a otro y no llegué a seleccionar ninguno. ¿Que criterio seguir? Porque en esos libros no solo había libros. Había nuestra biografía, la de mi hija y la mía. El origen de una nueva forma de vida que es la que se inaugura con la paternidad. Una lectura que es más amplia o diferente de la lectura que había conocido hasta ese momento. Leerla fue leerme o releerme o empezar a leer. Leer aquellos libros fue vivir a vida desde una nueva perspectiva: no solo ella aprendía o disfrutaba o reía en esos libros. Como los grandes libros de la literatura universal, esos libros, esos dibujos, esas formas, me fueron transformando a mi también. No sé en qué, quizá en eso que hemos acordado llamar Padre. Dejé todos los libros en el suelo. Decidí que ninguno se iba a ir. Porque esa biblioteca era, sin ninguna duda, esencial toda ella. Incluso el detestable Pollito Pío se quedaría ahí, con su vida absurda y surreal. También el pollito Pío nos había conformado. Esa biblioteca, a su manera, era nuestra autobiografía como padre e hija. 

viernes, enero 05, 2024

Primer día

 A las 12:23 me llaman al despacho de A. Subo las escaleras con desgana, últimamente cada cosa me cuesta el triple. No es ya falta de fuerzas, es como si estuviera en el cuerpo de alguien que en el fondo no me lo quiere dejar, que no quiere que lo use. Cuando abro la puerta veo que no solo está A, sino que a su lado está B.  Intercambiamos unas frases, nos preguntamos por la salud. Es época de virus y gripes y parece difícil salir indemne de la epidemia. A me dice que me siente y me extiende un sobre. Sin titubeos me dice: "Es tu despido". B mira al suelo. Abro el sobre sin saber muy bien porqué abro el sobre. Pero siento que puedo ganar unos segundos para decidir una reacción. No sé qué decir. No sé porqué me despiden. No entiendo nada del ínstante. Pregunto casi en voz baja que a qué se debe. B baja aún más la cabeza, parece que la despedida es ella, A arma un discurso vacío, innecesario, lleno de elogios que no valen de nada. "Has sido muy útil, un gran valor, pero la estructura..." frases de la nada. Mientras sigue articulando el guión prescrito, pienso en la sociedad, debería pensar en mi, pero pienso en la sociedad, en todos esos discursos que conforman el día a día. La vaciedad de la crueldad. No digo mucho. EN algun momento digo que quiero que mi abogado (no tenga abogado) vea la carta de despido y que de momento firmo que no estoy conforme. No sé de donde me aprendí esa manera de actuar, pero hasta a mi me suena convicente. Me dicen que ya no tengo correo, que no tengo acceso al ordenador y que ha sido un placer. Salgo del despacho. desciendo la escalera con menos ganas aún que las subí. Recojo mi parca y sin despedirme de nadie salgo a la calle. Hace frío y y cae una suave llovizna. El día no es gris, es blanco. Camino por la acera y me doy cuenta que hay cosas que nunca había visto de la zona. Arboles que nunca me había fijado, porque solo acudo ahí para entrar al edificio a trabajar. Veo que al otro lado de la acera, un poco más allá hay un parque con bancos. Me siento. Pienso en mi futuro, pienso en mis padres, pienso en algunos compañeros de colegio, pienso en el mundo sindical, pienso en las nuevas tecnologías. Durante un rato que no sé identificar pienso en cosas abstractas, sin detenerme en ellas. Sin reflexionar o percibir algún tipo de sensación respecto a ellas. Me pongo en pié. Camino hasta el metro. En el anden no hay nadie. Veo el tren entrar en la estación como si fuera la metáfora de algo. Intento identificar qué metáfora es, pero no estoy para poesía. Se abren las puertas y bajan tres jóvenes con mochilas. Pienso en sus futuros, pienso en sus proyecciones, pienso en sus vidas laborales. En el vagón un musico ambulante con un altavoz y una guitarra canta una canción de los ochenta. Tiene buena voz, pero el equipo de sonido es de una calidad pésima y suena todo muy abotargado, una masa sonora sin matices y de textura desagradable. Dos estaciones después el vagón va mucho más lleno. Me bajo sin saber por qué me bajo. Salgo a la calle. Pienso, no sin épica, que en ese momento empieza una nueva vida, o más que una nueva vida, una nueva forma de vida. Me siento ajeno y extraño, pero sobre todo, y esa es la confesión que me hago en esa primera hora sin trabajo, siento miedo, un miedo atroz.

lunes, noviembre 13, 2023

Nadie conoce la verdad

 Esa noche conozco a Pablo Ezquivel en un bar del centro. Yo estaba ahi porque había quedado con un amigo que hacía años que no veía. No me gusta entrar en bares solo. Me incomoda y no sé actuar, pero esa noche entré porque llevaba todo el día caminando por la ciudad y necesitaba sentarme un rato. Mi amigo no llegaba y Pablo, la persona que luego supe que se llamaba Pablo, estaba algunos taburetes más allá hablando con el camarero. Yo saqué un libro que acaba de comprar, pero el discurso encendido de Pablo me atrajo o me despistó de la lectura y empecé a atender. Pablo hablaba de unas muertes que no habían sido noticias y hablaba de la verdad. No entendía a qué verdad se refería, pero hablaba de la verdad. "Nadie conoce la verdad" decía cada cierto rato. En un momento, consciente de que le miraba, Pablo empezó a hablarme a mi. Me preguntó si me interesaba esta historia. Yo le contesté que sí, pero que no la entendía. Y Pablo, contundente, me dijo que no había nada que entender, porque la verdad no se conoce. En televisión hablaban de un temporal de nieve y viento que iba a alcanzar toda la península. El tono de la presentadora era apocalíptico. Pablo miró la pantalla y luego al camarero y le dijo que sería conveniente que apagara ese aparato demoniaco. El camarero sonrió, pero siguió atendiendo un poco más allá. Luego me miró a mi y me dijo que esa presentadora le gustaba muchísimo, "la he visto alguna vez en otro tipo de escenarios" y se quedó unos segundos más mirando a la pantalla. Cuando yo miré a la pantalla había ya imágenes de arboles agitados por el viento y la lluvia en alguna ciudad del norte, pero no había ninguna presentadora, no pude aportar nada a su comentario. Pablo me preguntó entonces que a qué me dedicaba. Yo le conté rápido, que llevaba unos meses en paro, pero que mi profesión era la literatura. Él me preguntó si yo escribía. Le contesté que escribía sobre lo que otros escriben y que daba clases sobre lo que otros escriben, pero que en realidad me hubiera gustado escribir, pero que escribir requiere de unas características psicológicas que yo no tengo. Yo tampoco escribo, pero a su manera soy escritor, porque a su manera todos los somos, me contestó. La verdad no existe, insistió, por eso todo lo que pensamos o decimos o susurramos o soñamos, es un relato. En ese momento me invita a una cerveza, yo a la siguiente, él a la de después, yo a otras dos. Pierdo conciencia del tiempo y asumo que mi amigo no aparecerá. El camarero nos invita a otra y después a unos aguardientes de su pueblo. El aguardiente no me gusta, pero lo bebo obediente. Ausmo la ebriedad. Miro el móvil. Mi amigo no ha mensajeado. Pablo me habla de otros muertos y del fascismo, de la estructura social bajo la que vivimos. Todo ha mutado. Ya no hay dictaduras en este continente, pero tampoco las necesitan. Ahora el juego es otro. Son magos. Se adaptan y ahora el juego es invisible, silente, tremendo. Ya no hay torturas, la tortura es otra. El miedo no es obvio. El miedo va por otro lado. En cada respiración de cada peatón, de cada ciudadano, de cada periodista, de cada alumno, de cada presentador de televisión, de cada influencer de redes sociales. El miedo lo impera todo, pero no se ve, no se le intuye, porque todo lo gobierna. Estamos aterrorizados, pero lo peor es que ya no lo sabemos y no lo vamos a diluir. Porque como diluyes lo que no sabes que está. No hay revolución social que lo diluya. Han ganado. Yo le pregunto quiénes han ganado. Él contesta que nunca lo sabremos, pero hay unos que han ganado, que han impuesto este modelo de vida que es imposible de alterar. Entonces Pablo me dice que si quiero acompañarle a un sitio donde Madrid parece otra cosa. Las ciudades son muchas cosas y nunca las conocemos, como al verdad. Las ciudades son la verdad, las calles, el asfalto, las aceras, los edificios, los barrios, todo eso es la verdad y nosotros peatones. Estoy tan borracho que le digo que sí. Salimos del bar. A unos metros tiene aparcada una moto vieja, una vespa muy deteriorada, pero entrañable. No parece un capricho de un adorador de lo antiguo, parece la moto de alguien que ha resistido varias décadas el deterioro mecánico de su única pertenencia. Me da un casco que me parece muy incomodo. Me dice que me monte y arranca. Conduce prudente a pesar del alcohol. Voy mirando las calles y sintiendo un frio insoportable. No sé qué hago ahí, pero por un lado me siento a gusto. Pablo atraviesa la calle San Bernardo. La ciudad ya tiene poco tráfico a esa hora. En San Bernardo gira a Alberto Aguilera. Por la acera de la derecha, veo un grupo de neonazis gritando cánticos y amenazas. Pienso en el miedo del que me hablaba Pablo en la barra del bar. Seguimos por Marqués de Urquijo. Atravesamos el parque del Oeste. La moto va ligera en la bajada. Hay una patrulla policial detenida en un lado, cerca de la rotonda de arriba, bajo los árboles del parque. Nos ignoran. Dos policías en el interior parecen estar viendo vídeos en el teléfono. ¿Qué videos estarán viendo? Me pregunto y especulo mientras la método sigue bajando hacia el puente de los franceses. Pablo acelera y yo me desubico y cada vez siento más frio. Llegamos a la M30. El tráfico es escaso, a nuestro lado, durante algunos metros un coche de alta gama se queda en paralelo. Miro al conductor, él me mira a mi. Le saco un dedo y él me mira con desprecio y acelera. Nunca realizo actos de ese estilo y no sé por qué le he sacado un dedo. A esas alturas de la noche ya no sé cómo va a suceder nada, me siento muy borracho y congelado. La moto parece frágil entre tanto carril. Coge el desvío a El Pardo. En los primeros metros de la carretera de El pardo veo un conejo atravesar la carretera, los ojos aterrorizados del animal cuando ve la luz de la moto de frente, pero logra evitar el atropello. En un lado veo un ciervo, el ciervo se pone a correr en paralelo a la moto, el ciervo me mira mientras corre casi a nuestro lado. Le preguntó a Pablo si sabía que los ciervos corrían tanto. No habíamos hablado desde hacia bastantes minutos. Pablo me contesta que eso no es un ciervo: eso es tu miedo. Y esa respuesta me hace sentir un miedo muy concreto, un miedo que casi se puede tocar. Es la primera vez en toda la noche que me pregunto qué coño hago ahí. Tengo un frio insoportable. La noche está congelada. El ciervo se pierde monte adentro. Pablo se mete en una salida a la derecha. La carretera que cogemos es muy estrecha y está muy deteriorada. Nos metemos también en una oscuridad muy profunda. La carretera esta llena de agujeros y baches y Pablo conduce muy lento. Vamos ascendiendo, la cuesta es muy pronunciada. Creo que veo otro ciervo a un lado, pero no digo nada. Al fondo, quizá a uno kilometro o dos veo una construcción con luz, ahí en medio del monte. Entiendo que ese es nuestro destino. De repente Pablo para la moto. Me dice que me baje. La moto la deja a un lado, bajo un arbol. Me mira mientras se quita el casco y me dice que le dé el mio. Este trozo hay que hacerlo andando, me dice. Nada de toses, ni  de estornudos, me exige. Por nuestro bien conviene no ser descubiertos. Salimos de la carretera y vamos entre árboles, por un camino muy estrecho de arena, abierto a trompicones entre los que me parece en la oscuridad olivos. Veo poco, veo mal y no entiendo nada. Pablo respira muy acelerado y haciendo ruido. Intuyo que es por la cantidad de tabaco que fuma. Yo respiro mal, pero es por la tensión y el miedo. No entiendo mi situación y lo peor es que no sé a esas alturas cómo darle la vuelta. Cuando ya estamos muy cerca del edificio tenuemente iluminado, Pablo se detiene y me dice: Ahí dentro están los que han ganado. Ahí dentro se planifica el miedo. A mi me parece de repente que llevo toda la noche con un loco y que soy un insensato, pero Pablo me mira serio y me dice que sigamos. Llegamos a una especie de parking hay varios coches aparcados. Rodeamos el edificio para entrar por detrás. El edificio es una construcción de dos pisos, que emula un palacio o algo por el estilo. Es de granito y con pocas ventanas. Vemos luces tenues y se escucha murmullo de voces, cada cierto rato también risas. Nos asomamos a una ventana donde se ve un salón amplio, con una chimenea encendida. En una pared la cabeza de un toro. La decoración es espantosa. Hay cinco hombres desnudos con copas en la mano. Rien y hablan.Están de pié, pero soy incapaz de entender qué hacen. Hablan o ríen. Su actitud es de espera o de ritual o de reunión. Hablan de pie, desnudos, están inquietos porque se desplazan a un lado y a otro, como si les doliera algo: los pies o el estómago o un dolor ilocalizable.  Reconozco a uno de los lideres del partido de derechas entre los cinco, a su lado un cantante de izquierdas, activista político y muy implicado en algunas luchas sociales, hay un empresario muy conocido y un tipo con barba que intuyo o me parece ser uno de los fascistas que salen en Televisión. Ese abraza de repente al cantante de izquierdas y se pone a llorar, el cantante le da un beso en el cuello y le consuela. Los otros ríe. La quinta persona no sé quién es. Del fondo, de la puerta que está debajo de la cabeza del toro, aparece una famosa presentadora también desnuda. Se acerca al grupo y todos callan. Se pone a hablar y todos la escuchan, pero no logro escuchar nada de lo que dice. Pablo se gira hacia mi y susurrando me dice: qué buena esta esa tipa. A mi la frase me molesta, porque de repente tengo la sensación de que todo esta excursión es porque Pablo sabía que podía ver a la mujer desnuda y que era el único motivo de este extraño paseo. Aparece una segunda mujer, es una locutra de una emisora progresista. Va vestida. Se acerca al cantante de izquierdas y le besa, también besa al fascista y a la presentadora, con la que se queda abrazada  ¿Qué cojones es esto? Le digo a Pablo susurrando. Aquí es donde la verdad se diluye, también el miedo. Porque ya te he dicho que nadie conoce la verdad, me dice en un tono monótono, como si estuviera pensando en otra cosa. De repente siento vértigo o una nausea. Y por primera vez Pablo me parece la única verdad que he conocido en los últimos 25 años. Le miro y veo que está llorando. Le pregunto que qué le pasa. Me mira aterrorizado y me dice: que cada vez estamos más jodidos y que lo peor es que no lo sabemos. En ese momento tengo muchas ganas de volver a casa, de entrar, de ver a mi hija dormir y meterme en la cama con Arantxa y olvidar esa noche. 

martes, noviembre 07, 2023

La nueva vida de Andrés

 Andrés se detiene en mitad de la calle Madera un dia de semana a media tarde. Hace frío, pero Noé excesivo, además Andrés no es de los que se queja del frío. Si algo le perturba a Andrés son los calores de la ciudad en verano, pero ese frío moderado no le afecta en ningún modo el carácter. Es la temperatura bajo la cual, su percepción de la realidad no se ve intoxicada. Su piel, podríamos decir, está compuesta para vivir justo en ese frío moderado. Mira hacia arriba, ese trozo final de calle que hace una leve cuesta hacia Espíritu Santo y siente, de golpe, sin saber muy bien por qué, que su identidad, esa que ha ido construyendo bajo unos gustos, bajo algunas ideas y sobre una forma de expresión, ya no existen. Entonces, de golpe, mientras el bullicio del barrio sigue sucediendo, gente de acá para allá, que no camina por las aceras, siguen deambulando, Andrés siente un vacío, un agujero que se abre. Como esos malos efectos de películas mediocres de ciencia ficción. Un agujero viene a toda velocidad desde la Calle Luna y lo absorbe, lo devora y se lleva para siempre a lo que él creía que era Andrés hasta ese momento. Su piel, eso sí, sigue inalterada. La temperatura exterior le sigue pareciendo amable, la temperatura idónea: noviembre en Madrid. Pero de resto, muchas de las cosas que él creía que componían a Andrés, ya no lo son. Ese agujero enorme que ha subido a toda velocidad por toda la calle se lo ha llevado. Una señora pasa a su lado con bolsas de Mercadona, le mira con algo de desprecio y sigue. Andrés la mira y durante algunos segundos siente envidia o algo parecido a la envidia, que es también una forma de admiración y también una forma de desprecio y de angustia y de dolor y de desasosiego y justo ahí Andrés se detiene, en el desasosiego, que a su vez se parece al agujero que se ha llevado algunas cosas de la identidad de Andrés. Entonces decide seguir andando. Sube el tramo de calle, esa ligera cuesta que imperceptiblemente te hace acelerar la respiración. En Espíritu Santo la calle parece un pueblo. El vaivén de ciudadanos imprecisos le recuerda a algo: a su vida anterior; que dejó de suceder hace escaso tres minutos. Entonces Andrés mira las cosas y nota que las mira de otra manera. Los gustos de las cosas, por ejemplo. Mira la ropa de la gente y la que antes le parecía bien, ahora le da igual y la que antes le parecía mal, ahora le da igual. ¿Qué me gusta? Se pregunta Andrés. Y se da cuenta que tiene hambre. ¿Me habrá afectado al gusto por la comida esta perdida de identidad? Mira hacia un bar, ve que picotea la gente y nota que en ese punto el gusto está inalterado. El hambre y la comida siguen anclados a Andrés, es el mismo, pero sin embargo una canción que suena hacia la calle, que sale de una tienda y que antes detestaba ahora le pone contento. "Finalmente esta canción no estaba mal" piensa y sonríe mientras tararea el estribillo. Cuando casi alcanza la esquina con la corredera alta, ve a un viejo amigo. Este se acerca y le saluda:

- ¿Qué tal, Andrés? Joder, cuanto tiempo.

- La verdad que sí- contesta Andrés- pero mejor así, porque ahora me pareces un profundo mamarracho. 

El amigo le mira desconcertado, inquieto incluso preocupado. Andrés le da la mano y se despide. Sigue caminando y piensa, como una conclusión feliz: "Se esta mejor así. Bajo este nuevo influjo" y se pierde por la Corredera en dirección a Fuencarral, donde no se le ha perdido nada.

lunes, noviembre 06, 2023

Los últimos viajes en el tiempo

 En la calle Princesa piensa en un argumento para una novela. Durante aproximadamente dos minutos, en su cabeza se forma todo un esqueleto, todo un edificio de un argumento con distintas lineas temporales, con personajes entrelazados a lo largo de distintas décadas, Una novela que habla del último siglo y de los cambios psicológicos que eso ha producido en las personas, habla de la transformación social y de los efectos de la evolución digital, pero sobre todo habla del dolor y de la huida, de la soledad y del silencio. En dos minutos es capaz de ver todo extendido, como en una pizarra enorme, el mapa argumental, las subtramas enlazadas a la trama, la estructura y la forma narrativa. Todo extendido ahí, en medio de la calle Princesa. Cruza para entrar en el metro de Arguelles. De la esquina de El Corte Inglés ve salir una pareja de jóvenes, con ropas sofisticadas, vienen de comprar. Les mira y piensa, que de alguna manera, esos jóvenes son parte de la novela, no sabe en qué momento aparecerán, pero sabe que de alguna manera ellos están ahí, en el mapa de la pizarra donde se trenza toda la trama. Desciende al metro, en el andén de la línea 4 ya casi no se acuerda de la novela, una novela, que había pensado, sería larga, de unas seiscientas páginas. Se sube a un vagón, el vagón va casi vacío. Avanza varias estaciones. Esta convencido en ese momento que Madrid lleva un rato sin estar en el año 2023, que como en esas películas de ciencia ficción donde el tiempo se puede mover, Madrid lleva una ato instalada en el año 78. Nadie se ha dado cuenta, la gente sigue vistiendo a la manera de 2023, todos llevan sus móviles, no han fallado las conexiones, porque todo eso ha viajado también, pero Madrid lleva un rato en otro año. Se baja en Alonso Martínez. Sale a la plaza De Santa Barbara. Se queda quieto porque ha olvidado donde iba. Hay momentos que todo parece perder narración, trama, como si fuéramos novélas y hubiera páginas de relleno o que se han quedado sin corregir. Se queda quieto en Santa Barbara. Mira hacia abajo, dirección calle Hortaleza. ¿Cómo podría saber o verificar que realmente estamos en el año 78? Sabe que no lo podrá comprobar, que ni siquiera lo podrá comentar, pero no tiene ninguna duda de que es así. Madrid, a ratos, viaja hacia atrás, de hecho, con frecuencia, se instala en años previos. Eso, claro, explicaría muchas cosas. Eso explicaría la ciudad, la gente con la que se relaciona, con la gente que trabaja. Eso le hace darse cuenta de que todo sucede en otro tiempo. La gente trabaja en décadas anteriores, la gente disfruta de comidas familiares en años lejanos, la gente ve a los otros desde allí, desde muy atrás, sin ser conscientes que han viajado en el tiempo, que son personajes de una muy peculiar novela de ciencia ficción. Gira la cabeza hacia la esquina con Sagasta, donde estaba la vieja cafetería Santander y ahora está nueva cafetería Santander, lo que certifica, en cierta manera, que efectivamente la ciudad sufre de saltos temporales. Al lado ve el quiosco, remodelado. Cruza, y observa la prensa del día. Tiene ganas de abrir algunas paginas, observar si las noticias son de hoy, de ese hoy del 2023 o de un hoy más viejo, un hoy del siglo pasado. El tiempo, piensa, ha sido modificado. El pasado ha sido alterado, una regla, que como aprendió en las películas, no debía ser saltada. El pasado no debía alterarse, porque perjudicaría en los acontecimientos del futuro. De repente, el argumento bestial de su novela se le confunde con la realidad. ¿Y si en verdad estoy ya dentro de mi novela? reflexiona aturdido. ¿Si esto no es mas que una novela vívida, que se va recorriendo de forma real? ¿Si la trama es esto que se despliega ante mis ojos: Alonso Martínez en el año 23 sin ser el año 23? Y de repente piensa que sí, que Madrid está en ese instante mucho más atrás en el tiempo. Ni siquiera en el año 78. Madrid está, entonces, en el año 56. 

lunes, octubre 23, 2023

Desde el futuro

 V no tiene futuro. Sí lo tiene, claro. Porque el futuro siempre está delante, pero atraviesa una época de su vida en la que el futuro parece una cosa amorfa, indefinida, paralizante. La vida luego sucederá, eso lo sabemos ahora, pero en ese momento el futuro le resulta incómodo, casi una amenaza. Le paraliza. Está ahí, porque el futuro siempre va viniendo, pero le produce algo semejante al bloqueo. Verdaderamente no es el futuro, es el presente lo que le paraliza, pero eso lo sabrá después (en el futuro). Los días son pesados. Lleva diez años sin saber qué es el otoño y el otoño se instala lánguido y silencioso. De repente, a finales de octubre, se siente agotado porque no ve hueco en esa masa gris que se ha instalado en el cielo. ¿Cuanto dura el otoño? Se pregunta en largos paseos por la ciudad en la que no conoce a nadie. La recorre como un fantasma, como si no perteneciera al presente que habitan todos. No es una metáfora. Se siente así: invisible, ajeno, desconocido, frágil. ¡Qué frágiles podemos ser! ¡qué vulnerables! Pasa horas, tardes enteras paseando por una ciudad que conoce muy poco. Va por calles al azar. Observa el movimiento de la ciudad y siente que no esta ahí. Le gustaría ser participe de algo, estar ahí, ser parte de ese indescifrable océano de gente que va y viene sin saberse a dónde, ni por qué. A veces va por calles céntricas, comerciales, ajetreadas, pero otras veces decide ir por barrios periféricos, lejanos, homogéneos. Calles menos transitadas, donde peatones avanzan dentro de la ciudad y de sus vidas. Especula con esas existencias: personas que trabajan en oficinas, en hospitales, en tiendas, en productoras, en agencias, en bancos, zonas industriales, taxistas, oficios desconocidos, negociantes corruptos, trapicheros o gente inocente. Ese conglomerado de humanos que forman las sociedades, las clases, el entramado indescifrable del sistema. En esas calles periféricas siente por primera vez una forma de soledad extraña, dolorosa, porque se asemeja al vacío y la incomprensión. Una soledad peculiar porque no sabe si hay manera de acotarla. La soledad tiene formas extrañas y a veces es un terreno inabarcable, que no se sabe muy bien dónde acaba. Lo experimenta esos días, esos meses. También una forma de tristeza o de desasosiego. Todas estas palabras, todo esto que ahora suena casi concreto, en ese momento él no lo descifra. Simplemente es traspasado por ello. Ajeno, lejano, desprovisto de armas para comprenderlo. Esas calles casi vacías cuando empieza a caer la tarde le abruman. Ve luces en las casas, niños volviendo con sus madres entrando en portales. Gira en otra calle al azar. Mira en el letrero el nombre. Barrios que luego casi nunca más visitará y que ahora le proporcionan forma a la ciudad. Está tratando de descifrar algo, también su temor y su angustia. Entra en el metro en una estación cualquiera. Hace transbordos para llegar mas tarde a la habitación donde dormirá casi un año. En el tren el vaivén de pasajeros. Chicas de su edad con las que le gustaría hablar, pero que jamás lo hará. A las que mira de reojo y ve bajarse en una estación que trata de memorizar por si un día el azar o el capricho los vuelve a hacer cruzarse. Un músico ambulante que toca impreciso una canción que no le gusta. Esas vidas desconocidas, esas formas de existencia que le parecen extrañas, lejanas. Observar la vida de los otros es observar el absurdo a veces. ¿Por qué hacemos lo que hacemos? Y tambien comprender que cuando nos quedamos fuera, lo que signifique estar fuera, nuestra existencia cobra una forma distinta que no sabemos gestionar. Los ciudadanos crecidos bajo esta forma de existencia que podríamos llamar sistema, anclamos parte de nuestra identidad al hacer, a la actividad, y nos quedamos desubicados, desconcertados, acongojados incluso, cuando no estamos dentro, cuando nos salimos de ahí.  Entre los túneles, viajando en el metro, entre estaciones, siente que es, además, difícil de acceder. Es como si no hubiera puerta de entrada. No es que quiera ser parte del sistema tal y como solemos concreto, es que no quiere ser ajeno a los otros, a lo que sucede, sea lo que sea. LO que sucede entonces se convierte en algo indescifrable, inabarcable, demasiado vasto. Porque suceden tantas cosas a la vez. Todas esas vidas aparentemente inconexas del metro, cada vida ligada a estas vidas, que se van trenzando. Un prototipo inabarcable, un mecanismo excesivamente complejo como para ser visualizado en toda su extensión. Pero sentirse fuera o lo que podría tambien llamarse soledad tiene una forma de mirar distinta. Lo que sucede, o el presente, como queramos llamarlo, es algo que está al otro lado de ti, de ese muro invisible que te separa absolutamente de todo. Entonces baja en una estación casi al azar. Decide bajar en el mismo instante que escucha el nombre de la estación anunciado por megafonía. El nombre le resulta poético o gracioso o simplemente le llama la atención: ¿qué hay ahi afuera? En esa zona. Sale, ya es de noche. Hay bares con televisiones encendidas. Gente que pasa fumando, hay una ciudad en la que vive desde hace poco, pero en la que cada segundo, incluso cuando duerme, se siente ajeno. El futuro, esa enormidad bestial que tenemos delante, le aterra, pero sigue andando por la ciudad. Avanzando por un presente que aun perdura. Porque el presente siempre dura. 

miércoles, junio 21, 2023

La biblioteca de Babel

 La historia de algunas lecturas marcan también la historia que se ha leído. La primera vez que leí a Borges, había estado buscando algun libro suyo por los buhoneros del centro de Barquisimeto. En casa no había rastro de literatura del argentino y en aquella época previa a internet no era tan sencillo encontrar determinados objetos. En aquella remota ciudad, algunos libros, eran preciosos artilugios inhallables. En esa época era inculto, pero muy entusiasta (sigo siendo ambas cosas) y me propuse leer a Borges, mi empeño y mi tenacidad dieron frutos. Había en el centro de la ciudad una zona donde unos tipos con unas mesitas transportables vendían libros usados, desgastados, de segunda o tercera mano, quizá más. ¿Cuantas manos, a cuántas lecturas habían sido expuestos aquellos libros? Pregunté por Borges a aquellos tipos, el primero, el segundo y el tercero, me dijeron que no tenían nada. En mi ignorancia pensé entonces, que Borges seria un escritor de culto, desconocido y extraño, solo leído por unos pocos. Aquello empezó a darle a Borges un halo de misterio y enigma. Sabía poco del argentino: la nacionalidad, la ceguera y el mito de su genialidad, desconocía verdaderamente su obra importante, sus títulos imprescindibles y  prefiguraba un estilo que nada tuvo que ver con la realidad. El cuarto buhonero me dijo que sí tenia algo de Borges, que que quería. El tono, el ambiente y la forma de preguntar me invitaron a pensar que estaba cometiendo un acto que rozaba la ilegalidad: no estaba comprando un libro usado, estaba comprando algo más, una sustancia prohibida o el vale para un hechizo. Le dije que me daba igual: "quiero uno bueno", Contesté. Me miró serio y rotundo, pero no antipático: "todos son buenos" afirmó. Acto seguido me dijo, que esperara, que tenia que ir a buscarlo. Salió caminando rápido, en la esquina de la diecinueve giro a la izquierda y le perdí de vista. Me quedé de pie varios minutos. Pasé de la serenidad de una espera amable a la desorientación de una escena extraña. ¿Por qué tardaba tanto? ¿A dónde había ido a buscar el libro? Pasaron más minutos de lo que podríamos considerar normales para la situación. Los otro libreros no me miraban, apenas tenían clientes. Uno de ellos leía, los otros meditaban, miraban al frente como inmortales, como si el tiempo no corriera para ellos. Pensé que estaba siendo víctima de algún tipo de extraña estafa o usado para algún rito indescifrable. Pasaron más minutos. De repente a mi lado se puso otra persona, me miró y me preguntó que si sabia donde andaba el librero. Contesté que había ido a buscar a Borges. La respuesta fue torpe y acelerada, porque buscaba un libro, no al autor, pero no lo quise aclarar. El hombre se quedó callado a mi lado. Cuando la espera rozaba una duración absurda apareció por la esquina el buhonero con el libro en la mano. Me lo dio con una sonrisa amable y una frase poderosa: "a veces se esconden". Miré el libro, estaba en buen estado, algo desgastado, pero legible y sin manchas o roturas. "Ficciones" se leía. Deslicé las páginas de un lado al otro. Leí el indice y pregunté el preció. Me pareció extraordinariamente barato. Pagué. Caminé a la diecinueve y esperé por el Ruta 5 leyendo las primeras páginas. El resto, como sabrá todo lector de Borges, es historia. 

miércoles, abril 12, 2023

Tarde en el parque

  A los primeros días de abril no le corresponde este calor y nuestra reacción es contradictoria, porque nos movemos entre la excitación de los días de sol y la angustia por pensar que estamos viviendo un mundo que se va al carajo. No ha llovido hace varias semanas y el pronostico es que siga sin hacerlo. Sin embargo, el día es esplendoroso: camisetas de manga corta, bermudas y bicicletas es el plan que nos proponemos mi hija Paula y yo a media tarde del lunes. Inflamos las ruedas, las dejamos a punto y bajamos por las escaleras del edificio con una misión: pedelear sin mayor propósito. Pasear en bicicleta tiene algo hermoso: viajas despacio, pero te aparte del ritmo de la realidad. Mi hija Paula y yo somos disciplinados en nuestros paseos, yo me mantengo vigilante en las zonas de transito y ella me sigue a rueda, confiada en que su padre no la meterá en peligros. Una vez que atravesamos calles con tráfico, la tensión disminuye. Llegamos a El Retiro y sentimos el sosiego de enfrentar la parte amable de nuestro viaje. El parque está vivo, la gente entra y sale por la puerta principal, donde confluyen parejas, deportistas, vendedores ambulantes y esos tipos que ofrecen paseos en bicicletas o carritos que se pedalean a turistas divertidos. Cuando entramos  solemos girar hacia la derecha: no solemos establecer una ruta previa, simplemente recorremos los caminos del parque empujados por el placer o la curiosidad. En principio la ruta, sigue los caminos aleatoriamente y nos lleva hasta el paseo de las estatuas, todas las zonas de césped están con parejas abrazadas, lectores solitarios, músicos amateurs ensayando y personajes variopintos desperdigados por la hierba. Algunos aprovechan sombras de árboles hermosos, otros lanzan la frente al sol, la mayoría ha traído alguna tela de cualquier tipo para extenderla en el césped y sentarse. Se forman así pequeños campamentos. 

El Retiro es nuestro lugar favorito de la ciudad, por mas que vamos, siempre nos parece descubrir un rincón nuevo, algo que desconocíamos de las visitas anteriores, y mientras padaleo  (ahora yo detrás de Paula), pienso que El Retiro es la ilusión de un mundo utópico hecho realidad: el parque solo te devuelve imágenes de paz o calma o ligera alegría o desparpajo o fogosos besos o ensayos corales o ajedrecistas que no se citan, pero que se encuentran muchas tardes en ese rincón formidable de las mesas de ajedrez. Durante el paseo pienso que igual que hay lugares que ofrecen la imagen más despiadada y cruel del ser humano o lugares que aborrezco, como los grandes centros comerciales, El Retiro me devuelve una especie de imagen idílica del mundo. En El Retiro no se consume, el placer es estar. Hay esquinas donde se compran refrescos o chuchería y kioskos para tomar algo a precio desorbitado, pero la mayoría estamos en El Retiro para estar, por el puro placer de pasear o sentarte ahí. En el parque se recupera la esencia humana. Corredores de ritmo alto, corredores que Buscan bajar unos kilos antes del verano, ciclistas despistados, grupos de edades diversas haciendo Yoga, un coro de mujeres practicando una pieza a cuatro voces que les sale casi perfecta, un trompetista de técnica elevada tocando una pieza que desconozco, pero que resulta hipnótica entre los árboles. Hay, bajo un árbol, una chica tumbada en el suelo, sobre hierba, escribiendo algo en un cuaderno: ficciono, mientras la veo, que escribe una ficción. Que ahí se está creando un texto. En un banco un tipo serio lee una novela que no conozco, está concentrado, ajeno, en ese instante, a todo lo que sucede en el parque. Está en ese párrafo, en uan descripción, en medio de una narración que quizá suceda en otro parque, ¿quién sabe si lo que lee no sucede también aquí? Lee en el Retiro una historia que sucede en El Retiro. Paula mira también con atención las breves situaciones que nos va entregando el parque. De vez en cuando compartimos alguna frase, pero en general, pedaleamos, con una cadencia agradable, observando el parque. 

 En cierta manera El Parque es un viaje. Observamos un universo que a veces parece autocompletarse solo. Como si todo lo que sucediera en el mundo estuviera sucediendo ahí. Hay un momento que pienso que eso podría ser una novela o una de esas series de hoy en día: recorrer el paseo y detenerte en la historia de cada uno de los que nos vamos cruzando: esa pareja abrazada con aire de melancolía, ¿Por qué callan y están lánguidos, meditabundos? ¿Uno de ellos se va a otra ciudad dentro de poco? ¿ Se están reconciliando sabiendo que la reconciliación ya es imposible? ¿Están exhaustos de besos y frases excesivas y están descansando de la euforia? Más adelante esa señora que le habla a una planta y se calla cuando nos ve acercarnos ¿Quién es? ¿Qué le dice a la planta? Todas esas vidas cruzadas, extendidas por el parque, en esa tarde poderosamente primaveral que evoca ya casi el próximo verano. Sigo pensando en eso: también en los árboles. Pienso en los diferentes parques que hay dentro del parque. Miro a Paula y me parece que  fuéramos dos astronautas atravesando universos. Porque, en cierta manera, pasear por El Retiro, claro, tiene mucho de viaje universal. 

jueves, marzo 30, 2023

El regreso

  JS volvió a su ciudad después de una década sin visitarla y década y media desde que se fue, dejando atrás conflictos sociales y políticos que se le escapaban a su voluntad, buscando, en otro continente, una nueva forma de vida. El viaje de regreso (va de visita por un mes), es largo. Una suma de horas, que con la confusión de cambios horarios se convierte en una forma precaria de viaje en el tiempo. Cuando aterriza en Bogotá, cansado y desubicado, se queda unas horas esperando para una transbordo hacia Caracas. Hay algo en el aeropuerto de Bogotá que lo conmueve, no es algo concreto de ese edificio incomprensible por dentro, es más bien una atmósfera, que le empieza a otorgar al momento la sensación de Bienvenida, de regreso, de llegada. Está excitado, eufórico, por qué no decirlo: contento. Es la forma de alegría primigenia, volver al lugar donde naciste puede parecerse, de un modo llamémosle poético, a volver a nacer o recuperar un tiempo que ha estado una década detenido. Como si un reloj se hubiera parado y arrancase de nuevo diez años después. Visto así, piensa JS, el tiempo son la suma de distintos tiempos que no necesariamente corren a la vez. Intenta dormir sentado en un incómodo banco de la zona de la puerta de embarque, quiere recuperar fuerza para aprovechar, según llegue a su ciudad, cada segundo y no perder tiempo en cansancios y dormir más de la cuenta. No logra dormir profundamente, pero sí se mantiene un buen rato con los ojos cerrados, imaginando formas de reencuentros que tendrá en un dia largo. Piensa velozmente en esos quince años desde que salió, en sucesos inconexos y secuencias lógicas que le han ido dando forma a su nueva vida: las cosas no han ido nada mal, concluye. Se pone incluso analítico, casi estadístico, compara su situación al salir del país con el momento presente, incluso calcula ganancias y ahorros, la posición económica actual contra aquella que tendía a lo muy deficitario cuando dejó atrás su ciudad natal. Todo esto lo hace con los ojos cerrados, intentando ganarle tiempo al tiempo en esa vorágine de tiempos que son los viajes intercontinentales. Una voz anuncia el vuelo a Caracas. Se pone en tensión, pero una tensión amable, está rozando la euforia. Coge su mochila, respira profundo y se pone en pie. Mira el reloj sin saber muy bien si esa hora se corresponde con la del presente, lo que quiera que sea el presente después de un vuelo largo y varios cambios horarios.

 En el avión logra dormir, probablemente sueñe, pero jamás lo recordará. Piensa, eso sí, que de alguna manera, desde el despegue en Madrid o incluso desde que cerró la puerta de su casa de madrugada, dejando dentro a su familia durmiendo arropados, todo sea una forma peculiar de sueño también. Todo eso lo piensa mientras el avión va descendiendo hacia las pistas de aterrizaje de Maiquetía. Por la ventanilla ve el brillo del sol sobre el Mar Caribe. Abajo, las formas de la costa anuncian los límites de su país, esos que estudiaba en geografía. Cuando descende la escalera hacia la pista, siente la humedad única, exclusiva y que tanto ha evocado, de su país. Es una humedad que parece tener una forma especial, una humedad que llevaba quince años sin sentir, el calor, en medio de esos días de invierno europeo, le dan ganas de saltar. Detesta el frio y sentir calor en medio de los primeros dias de enero le desborda, pero contiene la reacción infantil. Cruza pasillos, tramites y las frases de algún policía. Oficialmente, ha vuelto a casa. Al otro lado de las cintas que separan espacios reconoce a su hermano, le hace gestos desmedidos. En ese breve recorrido hasta el encuentro reconoce la cara pero con las variaciones que van aportando los años. Menos pelo, más canas, las formas de la cara aumentadas pero no por peso, sino por esa variación inapreciable en los rasgos que va agregando el tiempo. Se abrazan, no son muy efusivos, sin embargo, ninguno de los dos puede evitar unas casi inapreciables lágrimas. Intercambian frases y alguna risa.Volver es ir volviendo. No es un regreso de golpe, te vas encontrando cosas, imágenes, sensaciones y todo eso va completando el regreso. Lo que no sabe JS es que no volverá del todo hasta que regrese a Madrid y exhausto y emocionado se tumbe, un mes después, en su cama agotado y recuerde las fases, las anécdotas y cada segundo de esos días de regreso. El regreso completo se hará cuando lo termine y entonces, nuevamente, un reloj se detendrá y otro arrancará de nuevo, y el presente será, claro, algo que jamás llegamos a alcanzar. 

martes, enero 31, 2023

La ciudad incomprensible

 Vivieron casi una década en una ciudad que nunca entendieron bien. Claro, las ciudades nunca se entienden bien, porque su crecimiento no sigue la lógica de una persona, sino un cúmulo abrumador de caprichos, ambiciones y azares absolutamente indescifrable. Hay ciudades que tienen cierta coherencia, ciudades marcadas abruptamente por los acontecimientos de su historia y la historia universal y luego hay ciudades que están ahí, sin saberse muy bien del todo porque están ahí, como han ido creciendo, qué explicación urbanística las da sentido. Son el paradigma de la imprevisibilidad. Y ellos habitaron ahí, pero probablemente nunca estuvieron. Estar no siempre va ligado a un asunto físico. Uno puede no estar estando y ellos estaban, pero nunca estuvieron. La arquitectura estudia, no siempre con mucho tino, esa relación que tenemos con la ordenación territorial y el urbanismo, pero a veces las explicaciones son complejas cuando las ciudades son incompresibles y se escapan a la lógica. Habitaron allí, con frecuencia con una actitud distante, extraña, una forma muy peculiar de melancolía. Una tristeza agotada. ¿Cómo terminaron allí? La vida, como el urbanismo, tiende a no seguir reglas, lógicas claras y su biografía, si se revisara a fondo, no deja claro el por qué de terminar viviendo en esa ciudad. Llegaron como llegan las hojas que caen al río a algún punto varios kilómetros más adelante. Cayeron y fueron arrastrados. Se instalaron en un apartamento en el centro. Claro que los centros de las ciudades no significan los mismo en Europa que en Latinoamérica. Quizá esa diferencia ya empezó a marcar las cosas. Llegaron una tarde de julio. Los muchachos habían terminado el curso y era el momento para cambiar de ciudad. Un cambio, que a priori facilitaba las cosas a todos. No se les facilitó a nadie, pero eso es algo que descubrirían años después. Cuando el coche giró en la Avenida Venezuela para bajar por la calle 29, la madre y el hijo pequeño, que estaba a pocos meses de dejar de tener esa posición, fueron invadidos por un sentimiento desconcertante, en general se le llama intuición, pero también primer impacto. Y ese primer impacto fue de desasosiego. En el caso de la madre ya conocía la ciudad, en el caso del hijo pequeño que iba a dejar de serlo, fue una primera imagen de desolación y deconcierto. Se abrió algo nuevo para siempre, porque de repente, más allá de la ciudad, más allá de ser un coche bajando por la calle 29 hacia la carrera 16, sintió un eco amplio, un eco vacío y casi infinito, un descubrimiento del vértigo: el universo, de repente, rebotaba una especie de nada allí, un eco silente que recorría la calle 29 entera. 

Somos parte de la ciudad, las formas se nos meten a fondo y en cierta manera modulan nuestra percepción. El muchacho no rechazaba la ciudad porque sí, simplemente no la entendía, se le escapaba a lo que las ciudades significaban para él. Cuando, meses antes habían llegado a Caracas desde Galicia, Caracas le produjo un impacto inmenso, profundo, pero a su manera, para él, Caracas era comprensible, lo que sucedió al atravesar el centro de Barquisimeto, esa tarde de julio, es que de repente descubrió que las ciudades tenían muchas más formas de las que él sospechaba o estructuras inexplicables. Percibió una profunda sensación de caos, de desestructura y de tristeza. Probablemente la tristeza estaba en él, porque tardó mucho tiempo en irse, pero en algún momento sintió la alegría y la celebración en esa ciudad. Pero aquellas calles le parecieron sumamente tristes, pero no la tristeza icónica, la tristeza paradigmática, era una tristeza nueva, porque era una tristeza que venía de sentirse ajeno a lo que veía, ajeno y muy lejano. Como si hubiera algo que sabia que jamás iba a poder cruzar, por eso no siempre estamos estando. Él no estaba, y ese descubrimiento filosófico con 13 años, le produjo, sin saberlo conscientemente, su primera crisis existencial. ¿Qué hay entre nosotros y el mundo? ¿Qué sucede cuando estando no estamos? 

Los primeros meses la distancia entre el lugar y él fue abrumadora. No sólo no terminaba de llegar, sino que cada vez estaba más lejos. Aquellas calles destartaladas, aquellas casas descuidadas, aquel asfalto destrozado, aquel ruido comercial en la calle 20 le mantenían en un estado de desubicación. A cada minuto intentaba penetrar, pero algo no se lo permitía. Se fue sumiendo en el silencio y en una meditación permanente sobre la relación con las ciudades. Para él, sin saber por qué, cada cosa que sucedía estaba marcada por el escenario: Barquisimeto lo inundaba todo. No hablaba con alguien, sino que hablaba con alguien en Barquisimeto. Todo, cada segundo, estaba marcado por lo que significaba su nueva ciudad. La ciudad tiende al calor, no siempre, pero tiende a elevar la temperatura. También las percepciones climáticas condicionan todo: ese era un clima nuevo para él. 

El centro de la ciudad era una cuadricula gigante, atravesada por calles y carreras, la distancia a los sitios se podía medir exactamente en cuadras. Esa idea matemática le obsesionó. Prefiguraba imágenes y paseos como el que dibuja diagramas. Su colegio nuevo estaba a seis cuadras, la panadería que gustaba en casa a cuatro pero en dirección oeste. La tienda de discos mas cercana a cuatro dirección norte, el hospital donde nació su hermano meses después a tres: dos cuadras norte, una oeste y así, estando sin estar, fue viviendo sus primeros meses en la ciudad que no comprendía y que nunca comprendió del todo. Mirando cada cuadra, esas casas de aspecto colonial, pero desajustadas, con la pintura caída, ventanas rotas o tapadas, brochazos sin terminar, una ciudad que a ratos tenía aire de abandono y otras de futuro incierto, como estaba él, sumido en una sensación de lejanía e incertidumbre. Como si viviera en un lugar que el resto del cosmos se hubiera olvidado que sigue existiendo. 

viernes, agosto 19, 2022

Concurso literario

  J manda un cuento a un concurso literario menor. Normas laxas, no más de determinadas palabras y premio humilde: será publicado en un magazine casi desconocido. J manda un cuento no por el concurso, sino por él. No busca ganar, busca aprobarse. J es un modelo de escritor amateur bastante común: siente una necesidad apabullante de escribir, pero sabe que escribir es otra cosa o no tanto otra cosa sino algo para la que nunca sabes del todo si estás o no validado. El concurso le sirve a J para ver si se le valida como escritor. El cuento no es malo, no es bueno, pero no es malo y eso es bastante ya, sobre todo para J. A J escribir le parece una batalla, afronta el proceso siempre con temor, quizá con complejo. En el hecho de escribir se concentran buena parte de sus fragilidades. J es autodidacta, aunque difícilmente un escritor no lo es. Pero J aún no lo es y probablemente no lo será, con lo cual el ser autodidacta es algo que incrementa el temor y la fragilidad. Escribe un primer borrador, lo relee. A J le gusta que los textos tengan ritmo. Un ritmo invisible, que se sustenta en las palabras. J No lo sabe, pero en realidad haría mejor intentando poesía. Seguramente también sería mal poeta, pero lo que le atrae a J de escribir se asemeja más a la poesía, porque lo que le atrae, lo que permanentemente busca, es un ritmo, una cadencia, que las palabras vayan a compás. Una vez releído el borrador, comienza a corregir. Y es ahí, justo ahi donde J sufre. Descubre los saltos, la carencia en la sintaxis, cierta incoherencia interna. Comienza a corregir, tratando de bailar la enfermedad de su texto que no es más que cierta ignorancia, y eso, J, lo sabe. Cambia palabras, alarga frases para dar más sentido o para explicar determinadas inexactitudes. En la corrección pierde eso que busca: el ritmo. Aunque el ritmo, en realidad, solo lo percibe él, porque lo que el cree que es ritmo es el placer: hay un placer, y  por eso hay millones de escritores amateurs, en ir construyendo un texto, en ir tecleando y avanzando. Eso es lo que cree J que es el ritmo. Según va corrigiendo siente que pierde el control del texto, que se hace peor, que la idea se ablanda, pierde fuelle. Da otra pasada, vuelve a releer. Aún hay ritmo. Entra en debate interno: ¿Es necesario este texto, aporta algo este cuento? J entonces entra en existencialismo. ¿Para que un cuento innecesario? ¿Qué aporta esto a la historia de la literatura? Claro, ante preguntas inmensas, respuestas terribles: Por supuesto que no. J duda, quizá ya no mande el cuento. Relee. Esta quinta, sexta o séptima relectura ya empieza a aflojar en exigencia: no necesariamente hay que participar en la historia de la literatura universal, basta con mandar un triste cuento a un concurso de un magazine desconocido en el que no hay premio salvo la búsqueda de validación como escritor. Corrige, afina palabras, cambia algún tiempo verbal, alarga alguna descripción, Siente que el ritmo no se ha perdido del todo, que lo narrado tiene cierto interés y que, dentro de lo que cabe, la historia tiene su gracia. Última relectura: no hay que darle muchas más vueltas, piensa. Cambia alguna palabra que le suena mal, agrega algo para sonar más contundente. Guarda el archivo, decide un título definitivo y lo sube a la web del concurso. Por supuesto, claro está, no gana el concurso. 

martes, agosto 16, 2022

En el tiempo fragmentado

 Esta mañana el mar ha cambiado de ritmo de golpe. Las cosas de las mareas supongo. No entiendo de mareas, no entiendo de casi nada. Soy un ser fragmentado, un ser de mi tiempo. Fugaz en todo. Nuestra existencia está hecha a trozos, como el tiempo, como el consumo. El consumo no tiene una línea narrativa, son también fragmentos de cosas que vamos adquiriendo pero que no completan nada. No extraño un pasado idílico que no existió, pero lo cierto es que esta existencia no tiene continuidad más que la del salto de día a día. Trabajamos en cosas raras, mi trabajo no se podría contar a un ciudadano de hace poco más de medio siglo y no será explicable a un ciudadano de dentro de tres décadas. Entonces mi vida laboral, como la de tantos, es una anomalía temporal. Todo cambiará como la marea de esta mañana, que el mar , de repente, ha cambiado de dirección y de velocidad. Había un pequeño barco cogiendo coquinas cerca de la orilla y al rato se ha ido. Por la orilla de la playa pasaban deportistas amateurs a ritmos desiguales. Qué mirada extraña llevan esos corredores y marchadores que están de vacaciones. Buscando la salud y una buena figura miran al frente sin mirar, no observan el camino, buscan algo a lo lejos, en un lugar que no está allí. Suena la corriente en esas pequeñas olas que rompen en la orilla. Una mujer nórdica hace una Postura de yoga con buena técnica o al menos esa es mi sensación. El barco que pescaba coquinas ya no está. La humedad se mantiene, es una humedad densa. Estamos de vacaciones, otra forma más de fragmento en ese tiempo fragmentado. El año pasado también estuve aquí una mañana y también sentí el fragmento. También había humedad y deportistas amateurs pasando por la orilla de la playa. Pasaban barcos y había humedad. Sin embargo ese tiempo me viene como un fragmento roto. Somos como esos collages que se ven en obras o en portadas. Recortes pegados en un folio. El folio es el tiempo o el espacio que vamos habitando. Ha sonado algo: Detesto las motos de agua. Son el reflejo perfecto del tiempo que habitamos. Ayer al atardecer unos chicos pasaban cerca de donde estábamos haciendo ese ruido molesto. ¿Qué buscan con esas motos? ¿Qué ocio, qué diversión, qué gracia hay en esos paseos sobre el agua hacia la nada? Un fragmento de ruido que se pierde y lo Contamina todo. La velocidad, todo se explica en la velocidad. Nos seduce tanto la velocidad que hemos olvidado ir más despacio o frenar. La velocidad lo explica todo. También a esos motoristas acuáticos. Rompemos algo cuando vamos rápido, hay algo antropológico que nos supera más allá de entender el presente. Hay un ser milenario en esa moto de agua que experimenta algo que nos embrutece y nos posee. Olvidamos todo en la velocidad y es esa velocidad la que nos va fragmentando. La mujer que hace yoga sin embargo está estática pero también experimenta una velocidad. La mujer nórdica es un fragmento de un fragmento y ya nadie podrá reconstruir el puzzle. No estoy pesimista ni triste. Más bien al contrario, hoy vi la posibilidad de que nuestros fragmentos nos hayan llevado a un punto extraño donde haya que rehacerlo todo. No es descabellado. No es descabellado que estos fragmentos estén llegando a un punto necesario de hacer algo, no sé muy bien el qué ,con ellos. Los fragmentos de nuestra existencia que se rompe por la Pura velocidad o por el placer de experimentarla nos ha traído aquí, a un punto indescifrable de la historia de la especie. La era del ser objeto o del ser consumo. No somos alguien: somos cosas.

Luke y Costello

  La escena sucede en un brevísimo periodo de tiempo. ¿Cuánto? ¿20 segundos? Puede ser, en el recuerdo parece durar mucho más, pero si se recuentan los detalles, si se analiza bien lo sucedido, es probable que hasta 20 segundos sean mucho. En cualquier caso la escena o acontecimiento o situación sucede rápidamente. El coche avanza por la A44, dirección Bailén, casi llegando a la incorporación a la A4 dirección Madrid. Hay tres coches seguidos en el carril derecho. El nuestro, el que va delante que es rojo y el que va delante del rojo que no logro ver bien del todo, básicamente porque la mirada la dirijo a esa extrañeza visual que salta de repente: veo a un perro cruzar la autopista. El cuerpo se pone en alerta, la distancia desde nuestro coche hasta el perro es amplia como para dar margen a maniobrar, Marta, que conduce, se fija y desciende moderadamente la velocidad, el peligro lo tiene bien el coche rojo o el que va delante suyo. Yo fijo la mirada en el perro, siento vértigo y temor, aviso a Marta, pero mi atención está en la vida del perro, los coches de delante actúan con prudencia y veo al perro en el arcén, mirando hacia atras y ladrando: suspiro y digo en alto: ¡se ha salvado!, pero el tono de Marta es otro, una onomatopeya, una expresión de dolor. Durante unos segundos: quizá dos, quizá uno, no comprendo: pero si el perro se ha salvado: Marta se lleva una mano a la cara, el gesto es contenido y duro. Paula, que va detrás emite un sonido de queja, de dolor, casi de protesta, la sensibilidad de Paula hacia los animales es superlativa. Es cuando Marta me dice: Los del rojo lo han atropellado. Entonces, en mi mente, se sucede la secuencia de comprensión. Había dos perros y por eso, en el que yo había fijado mi mirada y que había visto salvarse, ladraba y miraba para atrás. Dos perros extraviados por una autopista en un atardecer de agosto. uno atropellado, el otro salvado y lleno de pena. Paula llora, Marta siente el dolor de Paula y el dolor animal. Yo me quedo instalado en la imagen del perro salvado, mirando para atrás, ladrando desconcertado. Hay un dolor y una extrañeza. Ellas que han visto el perro atropellado sienten un dolor distinto al mio, que he visto la pena y el dolor de su compañero. En esos gestos del perro en el arcen se condensa la existencia. Durante algunos kilometros callamos o emitimos pensamiento inconexos: hemos asistido a la muerte. A la incomprensión de la muerte. Marta le dice a Paula que seguramente ese perro ha llevado una existencia pacifica y que quizá ya era mayor y que probablemente esa muerte no le haya hecho sufrir. Está todo ahí: la explicación y el secreto sentido de la existencia. ¿Por qué duele la muerte? ¿Por qué su compañero mira con desconsuelo y ladra desde un arcén de la A44? ¿Y cómo ha seguido todo? Pasados veinte, veinticinco kilómetros aún pienso en el otro perro. ¿Cómo habrá actuado? ¿Cómo habrá resuelto la situación? ¿Se habrá vuelto a poner en peligro? ¿Habrá sido encontrado por sus dueños? ¿Se dice dueño al humano que vive con un perro? Sigo pensando en la escena. Algunos minutos pienso en un relato: narrar desde el punto de vista del perro que se salva, sólo al final del relato descubres que son dos perros. El cuento habla de su fuga, se han escapado de una finca o de una casa. Es una tarde de verano y dos compañeros se lanzan a vivir una aventura. Van caminando por lugares que desconocían, otras fincas, otros caminos que nunca habían visto, comparten la emoción de la aventura. Llegan a la autopista, al otro lado un terreno amplio: quizá podamos encontrar una pandilla para pasarlo bien ene se lado. Uno de ellos avisa que siente miedo en la autopista, el ruido de los coches pasando a toda velocidad, el espectáculo atronador del ser humano en la tierra. "Vamos, allí hay algo bueno. Crucemos con cuidado" y los dos compañeros se lanzan a atravesar el asfalto. Evitan con acierto a todos los coches del lado que va hacia Granada. Han cruzado la mitad ya. La travesía es terrible y llena de adrenalina, pero ya no pueden detenerse. Se miran y van a por la siguiente mitad. "Ahora" ladra uno, y saltan. Vienen tres coches, intentan detenerse, pero es tarde, los coches maniobran pero no tienen margen, el primero de los tres coches opta por salvar al perro o por provocar un peligroso accidente de varios coches y en la apuesta Luke sale perdiendo. Costello llega al otro lado y ve a Luke bajo el primero de los coches. Quiere volver a ayudarle, no sabe qué hacer. En el tercer coche un hombre le mira con esperanza y él siente que los seres humanos no tienen piedad. ¿Qué esperanza hay en la muerte? Se queda mirando el cuerpo de Luke, siguen pasando coches, todos gesticulan en el interior. Costello se queda ahí, varios minutos, frío, inmovil, sin entender. Ladra, no deja de ladrar, gira y se lanza a la carretera para recuperar el cuerpo de su compañero. Los coches, como el tiempo, no dejan de pasar. 

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