A la hora de siempre apagaron las luces, pero esa noche yo sentí que algo llevaba otro curso. La rutina era exacta, la hora justa en la que Camilo baja los interruptores, los murmullos desde las otras camas que siguen al comienzo de la oscuridad en las salas, la sospecha eterna de que Marcial está rezando y pidiendo a al todopoderoso el favor de hacerle perder la virginidad, los primeros ronquidos, los loops de muelles de los que aprovechan la oscuridad para masturbarse y creer que nadie lo sospecha. Todo era exacto a todas las noches, pero algo había cambiado y había cambiado, además, para siempre. Al principio no identifiqué esa percepción que me anunciaba la variación, no vislumbre que era exactamente lo distinto; pero mis ojos, como cada noche, se iban adaptando a la oscuridad. Entonces fue cuando vi, por primera vez, la orquídea superpuesta en el techo, justo encima de mi cama. Dibujada con la perfección de un virtuoso del carboncillo. La orquídea silueteada aparecía por primera vez en mi vista, en mi vida. Algo me hacía sentir la orquídea, algo, que noté que estaba antes de verla. Entonces la miré, la miré todas las horas de aquel largo insomnio, tratando de deducir, de identificar que hacía allí, como era posible que nadie se hubiera percatado de ese dibujo sublime y exacto. La miré creyendo ver algo que no terminaba de ver. Como si en la orquídea se pudiera descifrar algún mensaje, incluso se pudiera observar parte de mi vida o la respuesta a alguna decisión invisible, de esas que siempre se toman sin conciencia de que estamos modificando, eternamente, el curso de las cosas, las mínimas pero las más tremendas. Miré la orquídea, los giros de sus pétalos, la forma en que avanzaba y crecía estática. Pasadas varias horas de la noche, mientras los ronquidos formaban la amorfa sinfonía de la sala, creí ver que la orquídea era algo que sólo veía yo, luego sospeché, incluso, que la orquídea la proyectaba yo, que no estaba sino que salía de algún punto de mi visión y parecía estar superpuesta sobre el techo. Pasaron más horas y cerca del amanecer, cuando más oscuro parece el universo, creí ver eso, un sentido cósmico a la orquídea, un sentido definitivo, el símbolo total del infinito, el ciclo, la vuelta. Amaneció. La orquídea se fue con la primera luz, con esa que es extraña e irreal, la primera luz de la mañana, la que hace la transición suave. Ya no estaba la orquídea. No hablé con nadie de la orquídea a lo largo del día, aunque realmente no hablé de casi nada. Llegó la noche, volvieron los ciclos que, invisiblemente estaban variando. Las luces, los muelles, los primeros ronquidos y claro, la orquídea, mi insomnio y la orquídea. Otra vez las reflexiones. ¿De dónde viene la orquídea? ¿Qué hace aquí la orquídea? y entonces los símbolos, los significados, las proyecciones. Mi vida, la vida, todas las vidas, la humanidad, los ciclos, las luces me parecían nacer en la orquídea. El centro del universo parecía la orquídea y luego nada me parecía la orquídea. Iba y venía de distintos pensamientos. La orquídea como centro y luego la orquídea como nada, como la gran mentira. Así las horas alrededor de sus trazos, de ese color del carboncillo, de esos giros hermosos en los pétalos. Así fue el principio de la orquídea. Así creció todo aquello de la orquídea. Y todo iba bien, claro que todo iba bien cuando éramos sólo la orquídea y yo. Un silencio abismal y reflexiones inconclusas, proyecciones y pensamientos deshilachados, y todo fue bien hasta ahí, hasta que lo hablé con Sebastián y luego con Marcial. Entonces empezaron los test, las entrevistas, los doctores. No hay nada de malo, argumentaba yo, es mi orquídea, a nadie afecto ni perturbo con mi orquídea. Entonces llamaron a casa y vinieron desde la ciudad. Imaginé la cara de papá en el coche, disparando balas contra mi forma de ser. Buscando un culpable en mis maneras que no aceptaba y mamá argumentando, justificando. Eso imaginaba la noche anterior mientras veía la orquídea y sabía que ya venían. Amaneció, se fue la orquídea, me llamaron a donde el director, cuando entré vi al viejo con ese gesto apocalíptico, de derrumbe; sin embargo vi a mamá más cercana, tan como nunca, a menos de dos palmos de las sensaciones invisibles, con una complicidad inequívoca, bestial, que la miré y sentí algo de proximidad universal.
Hablaron de las noches, me preguntaron por la orquídea, sacaron unos resultados de los test que había estado haciendo, conclusiones lejanas. Mi viejo tocandose el pelo, la cara, moviendo las piernas. Mi vieja callada pero cálida. La sospeché de mi lado. Salimos, me preguntaron por mi, que que tal estaba. Mi viejo suspiraba, nos miró a mamá y a mi y serio comunicó que iba unos segundos al baño. Entonces mamá me miró y con voz casi inaudible:
.- Espero que aprendas la lección. A nadie, escúchame, a nadie se le puede contar lo de la orquídea. No lo entienden, no lo saben. Vívela, súfrela, disfrútala pero es sólo para ti. Para nadie más, me escuchas. Nunca más lo digas. ¿Me has oído hablar a mi alguna vez de mi orquídea? Debí advertirte, pero ahora continúa. Saldremos de esta.
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