Volvió al camerino. Se quitó la túnica con la que interpretaba el último acto y se encendió un cigarrillo. Se miró en el espejo y pensó en dos frases que decía su personaje, las dos frases tremendas. Pensó un poco mas en su personaje con el que no se sentía del todo a gusto, no ya tanto por que moralmente le pareciera despreciable, y era eso lo que debía trasmitir, sino porque atacaba directamente al epicentro de alguno de sus miedos mas profundos, de sus conflictos mas enquistados. Antes de aceptar el papel, cuando leyó el guión pensó no interpretarlo, pero aceptó por dinero, la cantidad le aseguraba un año menos angustioso y por terapia, suponiendo que enfrentarse a ese personaje haría desenmascarar determinadas zonas de su yo mas profundo. Desvelar esos conflictos a través de la interpretación. Tras la larga gira por teatros del país, comprendía que el conflicto se iba agudizando, trasladando a un terreno mas complejo.
La obra jamás despegó. Las pretensiones experimentales del director entorpecían al texto, la elección de secundarios era torpe, porque estos, siendo amables, eran malos. La puesta en escena era estúpida, un grave error de concepto. No aportaba, reducía. Nadie se había involucrado porque aquel proyecto, como tantos proyectos, había nacido fracasado. Como tantas vidas habían nacido para desvanecerse en el tiempo. Una obra que inicialmente tendría un reportaje en varios periódicos de tirada nacional y que terminaría desmigajándose en la memoria, donde ya nadie recordaría que hace algunos años, se representó de manera pretendidamente postmoderna, aquel texto clásico. Eso lo sabía, casi, desde el comienzo de los ensayos, cuando vio aquellas proyecciones que se sucedían a sus espaldas mientras el hablaba de la muerte, del delirio, del dolor. Eso lo supo, pero su motivo en aquel personaje, en aquel proyecto era otro, el económico, el terapéutico.
Ahora apaga el cigarrilo, repitiendose en voz baja esas dos frases que le atormentan, esas dos frases separadas en el texto, muy distantes. La primera casi en el arranque de la obra, la segunda pasada la primera parte. Dos frases que cada vez las dice allí, frente a ese público ensimismado, no siempre concentrado en lo que sucede en el escenario, siente una nausea, una descarga que nace en la boca del estomago y que con tanta violencia interior tiene que disimular. Esas dos frases que nadie sospecha son, en el fondo, una confesión pública, un acto de sinceridad oculto. Una declaración.
Oye pasos, se abre la puerta. Le dicen que al terminar irán todos a tomarse algo juntos. El se niega, volverá pronto al hotel. No quiere, siendo honesto consigo mismo, verla de nuevo y dudar de si es cierto, de si todo eso es real. De enfrentarse de nuevo al fantasma, a ese fantasma que le acosa y que a ella, ignorante, la persigue en cada representación, en cada escenario. No es una mimetización. No. Es un reflejo, el siente eso, lo mismo que dice en esas dos frases. Siente esa nausea y ella lo que jamás sospechará es que el ahí, cuando ella mantiene el gesto exacto, poco fluido, porque es un actriz mediocre, el también habla y se adueña no ya solo del personaje, sino del texto, de la frase, de ese deseo despreciable, terrible, oscuro. Oye pasos, todos se van. Sale a la calle, camina al hotel y sin encender la luz, se acuesta. Se repite: "Ya sólo quedan cinco funciones. Aguanta. Aguanta, por dios, aguanta"
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